Para algunos, fue una desgracia con felicidad. Para otros, un incidente banal que no merece análisis ni opinión. Yo pienso que el asunto configura un síndrome, donde convergen determinaciones sociales, económicas y culturales ecuatorianas, además de otras universales, a las que se suma la causalidad psicológica personal en cada uno. Me refiero al reciente episodio en el que un joven y talentoso futbolista ecuatoriano, seleccionado nacional e integrante de un club de la segunda división española, en estado etílico, estrelló su Mercedes Benz contra un taxi causando heridas leves a dos personas. El deportista ha pedido públicamente disculpas a todos los afectados explicando que “se dejó llevar por la noche”. El presidente del club anunció severas sanciones, aunque le darán otra oportunidad porque nuestro compatriota “es un chico joven que viene de una cultura diferente”.

En los Estados Unidos, algunos jóvenes afrodescendientes pobres, hábiles, espigados y carentes de educación, encuentran en el baloncesto la oportunidad de ir a la universidad y luego a la NBA en busca de fama y fortuna. En el Ecuador, el fútbol es el camino por el cual transitarán algunos jóvenes afros y mestizos bien dotados, para conseguir un mejor destino saltándose la universidad, accediendo a los equipos nacionales, y luego a los clubes mexicanos y europeos. Quizás el paso por la universidad hace una pequeña o gran diferencia para algunos de ellos en el caso estadounidense y en el nuestro, porque es la experiencia que les permitirá una posibilidad de análisis y reflexión sobre su propia condición de origen. Muchos de nuestros mejores futbolistas llegan a los campeonatos continentales y las ligas europeas de fútbol desde sus antecedentes pobres y carentes, sin un proceso de maduración subjetiva que les permita asumir su nueva riqueza con inteligencia y planificación.

Entonces sobrevienen los excesos y el descontrol: lucir un “coche” de lujo y el Rolex dorado, para alternar —a ciento veinte kilómetros por hora— entre la farra con las modelos y los duros entrenamientos a la mañana siguiente más los partidos del fin de semana. Algunos colapsan y finalmente fracasan en esas ligas exigentes, aunque inicialmente tenían las habilidades para triunfar. Otros se matan en la autopista y devienen leyendas instantáneas, porque la fanaticada y el mercado que sostiene el fútbol profesional se encargan de endiosarlos para sostener el millonario consumo. El fenómeno trasciende a nuestros jóvenes futbolistas y se extiende a los que vienen de otras latitudes, configurando un cuadro clínico que se repite: joven y prometedor deportista profesional, deslumbrado por su riqueza soñada y rápidamente lograda, envanecido por la prensa y sus triunfos iniciales, termina extraviado entre el alcohol y los estimulantes.

¡Qué bueno que algunos de nuestros jóvenes más pobres tengan esas oportunidades gracias a su talento! Pero deberíamos cuidarlos de manera integral, asegurándonos de que tengan la mejor educación posible y el acompañamiento psicológico necesario, antes de lanzarlos al vertiginoso mundo del fútbol profesional europeo, donde algunos se perderán. (O)