¿Puede un presidente anunciar, en mensaje al país y al mundo, que matará de hambre a pandilleros encarcelados si sus compañeros de acciones violentas que están libres continúan con una arremetida sangrienta contra la sociedad? El pensamiento lógico inmediatamente dice que no, pero acaba de ocurrir y lo hizo como decir buenos días el mandatario de El Salvador Nayib Bukele. Sí, el presidente milenial, experto en redes, enchufado con las nuevas audiencias, que oficializó el uso de criptomonedas en su país, admirado por muchos, cuestionado por otros tantos, que con la misma “normalidad” de su tono agregó que no le importa lo que digan los organismos internacionales que existen justamente para velar por los derechos elementales de todos, incluidos los presos.

La “guerra” que Bukele libra con las pandillas o la Mara no es tan sencilla ni puede ser tratada con ligereza alguna. Hay mucha desigualdad entre ambos y pocos puntos de encuentro. La malhadada fama de ese grupo ha roto fronteras hace mucho y sus integrantes se esmeran por hacer honor a su apodo, que rinde tributo a unas hormigas que pican muy, pero muy fuerte. Su origen se remonta, según los estudiosos del tema, al conflicto armado que se desató entre 1980 y 1992, que provocó la gran migración hacia los Estados Unidos de quienes querían huir de la violencia y las amenazas. Pero en 1992, al llegar la paz, fueron deportados desde el norte aproximadamente 200.000 jóvenes que habían cometido delitos y al volver a El Salvador conformaron esa pandilla, repleta de historias de abandono, maltratos físicos y abusos, y con una gran paliza como “bautizo”, la que es impartida por los que enseguida se transformarán en sus “hermanos”, que los protegerán hasta con la vida. Los tatuajes en la cara y el cuerpo son señal de lealtad.

Bukele, en cambio, nació al inicio de ese periodo de violencia, 1981, en el seno de una familia árabe-palestina cuya cabeza era un empresario químico-industrial. Se educó con los jesuitas y desde los 18 años empezó su recorrido como empresario, al lado de su padre.

“Les juro por Dios que no comen un arroz” fue el epílogo de la amenaza presidencial a los maras, en lenguaje popular, para que le entiendan bien los aludidos. Frase impensable en alguien que respeta las estructuras democráticas y que debe crear otro tipo de medidas, que para eso fue elegido, al postularse como todos lo hacen, revestidos de promesas de saber qué hacer y cómo.

Su amenaza parece inspirada en la teoría conductista del fisiólogo ruso Iván Pavlov, nacido a mediados del siglo XIX. Pavlov estudió las respuestas de los animales al condicionamiento y en su experimento más célebre hacía sonar una campana mientras alimentaba a varios perros. Lo repetía durante varias comidas y cada vez que los perros escuchaban la campana, sabían que se acercaba una comida y comenzarían a salivar. Luego Pavlov hacía sonar la campana sin traer comida, pero los perros todavía salivaban: habían sido “condicionados” a salivar cada vez que escuchaban ese sonido. Confirmaremos si Pavlov inspiró a Bukele si, en una más de sus acciones irreverentes, lo vemos lanzar amenazas con una campana. (O)