Lo que está en juego en relación con los derechos de las mujeres y la toma de conciencia colectiva de ellos es otra manera de vivir las relaciones de poder en el mundo. Entendiendo por poder no solo el mandar, sino la capacidad de hacer, de construir. Y ello constituye una buena noticia.

Todo cambio lleva en sí mismo una crisis. Hay que dejar algo que conocemos y con lo que nos sentimos seguros, por otra realidad o proyecto que supone un desafío, una incertidumbre, cuyo resultado no es evidente. Es objeto de una apuesta. Aceptamos cambiar cuando apostamos que los resultados serán mejores que lo que abandonamos. Son un reto, una osadía. Sus beneficios solo se pueden constatar después de haber aceptado el riesgo.

Pero cuando el cambio produce miedo se da un repliegue, un aferrarse a realidades justificadas en experiencias pasadas. Siempre se hizo así, es la costumbre. La religión muchas veces sacraliza en la práctica las rutinas establecidas. Cuando está en juego el poder, ese miedo se manifiesta en violencia, en autoritarismo, en fanatismo, algo que dé la seguridad del orden estipulado.

La emergencia de las mujeres como sujetos de la historia, como seres humanos que deben vivir en igualdad con los varones y desempeñarse en todos los campos del quehacer humano, plantea un desafío al equilibrio hegemónico basado en una cultura patriarcal que tiene al varón como pilar de ese edificio y remece sus cimientos. Porque irrumpe en todos los espacios: políticos, económicos, culturales, comunicacionales, educativos, religiosos, científicos, domésticos, no para realizar lo mismo y de la misma manera, sino para incluir lo diferente como base de la igualdad. Lleva implícito un cuestionamiento y un aporte. Y un empoderamiento de su propio cuerpo, muchas veces considerado propiedad del varón. Sobre ese cuerpo manda la sociedad, las religiones, las costumbres. El ejemplo de lo realizado en Perú, para combatir la pobreza esterilizando sin su consentimiento a miles de mujeres pobres, utilizarlas como esclavas sexuales en épocas de guerra, venderlas y alquilarlas como objetos sexuales en Puerto Quito, es solo una prueba de la cosificación de la mujer.

Esa eclosión con sus luces y sus sombras, con aciertos y errores, genera crisis profundas a la construcción cultural sobre el rol que cada ser humano desempeña en la sociedad según su sexo biológico y la manera como debe vivir.

La violencia se manifiesta desde quienes han detentado el poder, que no siempre pueden descubrir ni verbalizar esa profunda incomodidad y cuestionamiento que las nuevas realidades provocan. Violencia que se expande a todos los ámbitos de la actividad humana, empezando por las más cercanas, las relaciones familiares y laborales. Más allá de las circunstancias personales la avalancha de femicidios encuentra sus raíces en la no aceptación de dejar ser los dueños de la vida de las mujeres por parte de los varones.

Pero el proceso es irreversible, las mujeres irán ocupando los espacios que les corresponden como seres humanos. Serán artífices de decisiones que involucran a todos y contribuirán a crear una sociedad inclusiva y diversa, donde quepan todos, no crispada en el ejercicio de la autoridad, sino atenta a la colaboración de los diferentes. (O)