Hace años ya, a causa de la “cultura de la imagen”, entró en agonía la imaginación. Poco queda de ella ante la avalancha de la televisión, el video, el YouTube, etcétera. La clase media, víctima complaciente de la invasión, dejó de soñar y de leer. Ahora “le dan imaginando”. Más aún, ya no queda espacio para intuir o divagar por cuenta propia. Todo está dicho y escudriñado hasta el exceso. La activa y antigua capacidad soñadora fue suplantada por la pasiva y nueva actitud de ver y de asumir como definitivo lo que venden las pantallas y las redes.

Triunfante la “cultura de la imagen”, y limitada la imaginación, al parecer le llegó el turno a la inteligencia, a la capacidad analítica. Los medios electrónicos contienen inmensos depósitos de datos, las enciclopedias virtuales están al alcance de todos, los sitios web suplantan a los profesores. Esa “democratización” del conocimiento tiene aspectos positivos, pero a la par, el fenómeno provoca una especie de embobamiento universal, de estupidez colectiva: nadie atiende y la comprensión se ha hecho precaria, las gentes se transforman en una especie de autómatas conectados a la computadora o al celular. Es casi imposible que los usuarios se desconecten, difícil que lean y analicen. Las conversaciones se hacen a medias, en los raros intervalos en que la lucidez alumbra al interlocutor; el resto del tiempo es un monólogo de distraídos y desconectados, cada cual sumergido en el mundo infranqueable de su soledad mediática.

Ahora hay que dibujar las ideas, representarlas en juegos o imágenes. Todo se vuelto sumario, elemental, infantil.

En semejantes condiciones, es difícil profundizar en ideas abstractas, e incluso en las que, sin tener la abstracción que siempre asusta, sean algo elaboradas. Ahora hay que dibujar las ideas, representarlas en juegos o imágenes. Todo se ha vuelto sumario, elemental, infantil. Los “análisis” se transforman en eventos mecánicos, empobrecidos y anclados en unas cuantas nociones primarias. Todos quieren “resúmenes ejecutivos”, porque se perdió la capacidad de leer, y no hay ni tiempo ni paciencia para ello. Hay pereza. Al parecer, el cerebro ya no está para eso y el apuro no da para más.

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Los conferencistas, por dinámicos que sean, se arriesgan a que el público se aburra a los cinco minutos. Deben competir con el coro de teléfonos y con el susurro de los telefonistas, o sea, con la mala educación. Imposible hacer una presentación razonable sin los sobresaltos que impone la urgencia de los oyentes de responder al instante la llamada, o de mirar lo que llega por correo o por chat. En realidad, la mayoría de las conferencias son una suerte de ficciones en que algún aventurado se arriesga a decir algo sin que nadie le escuche: la gente está en la luna, cada cual en su onda. Los escenarios, salvo si los ocupa un cómico, ya no generan “el punto focal de atención”, ahora hay tantos puntos de atención dispersa como concurrentes al evento, sin considerar, además, que, en casi todo, reina el espectáculo, o sea, el gran enemigo de la serenidad y de la capacidad reflexiva.

¿Es la nueva cultura, o es un proceso de abdicación de las ideas y de renuncia a la capacidad de pensar? (O)