A menudo me lleva la contemplación. En mi caso, nace de la necesidad introspectiva de encarar la aceleración de hechos adversos y de rendirme ante un tiempo que no da tregua. Plantearme un recurso propio y de autoproclama: quiero parar. Mirar(se), la licencia para frenar un ritmo de vida que demanda matices y contrastes. Sobre todo, cuando hay que revisar nuestras acciones diarias en medio de la avalancha de obligaciones que exigen cumplimiento.

A quienes nos detenemos nos pueden acusar de improductivos. La espectacularización de nuestras vidas a través de la permanente exposición en las redes sociales tal vez nos lleva a pensar que la existencia nos debe siempre sorprender “haciendo algo” y que es indispensable traducirlo en imágenes o en la palabra pública. Construimos bitácoras del día a día dentro de un marco temporal que busca nuestra atención cada vez más fragmentada. De esta manera, hacer circular nuestras opiniones, comentar noticias y publicaciones son mandatos de permanencia. Exponer la vida cotidiana es la prueba de que estamos. Huellas activas. Huellas productivas.

No se trata de renegar de la exposición mediática. Cuánta facilidad tenemos ahora para consultar las informaciones que circulan en las redes. Hemos construido comunidades a punta de intercambios y de comunicación inmediata. Sabemos que debemos contar con filtros y capacidad autocrítica para contrastar datos. Las fake news y teorías conspirativas son experiencias de la virtualidad; se las condena o acepta. Digo esto porque el tiempo virtual reelabora nuestra imagen. Tiene que ver con las experiencias que narramos diariamente –en diferentes formatos– y cuyo valor queda almacenado en los soportes digitales.

Parte de nuestra memoria es invitar a construir espacios de reflexión. Cómo estamos encaminando a los alumnos en procesos transformadores. Me centro en el campo educativo, pues ha sido y sigue siendo mi campo de trabajo. No sorprende que actualmente la educación privilegie el uso de las tecnologías más sofisticadas para brindar al estudiante una experiencia de aprendizaje adecuada, donde los procesos cognitivos van mediados por plataformas innovadoras, divertidas y que transforman el aula en una constante realidad estimulante. En este panorama, se olvida que dar paso a la incomodidad, al detenimiento y a las experiencias sencillas puede incitar a emprender un camino renovado.

¿Acaso proponer espacios lejos de la virtualidad no estimula el pensamiento? Construir lugares itinerantes de aprendizaje potencia una realidad que cada vez más demanda un cambio de paradigma. Hay otros saberes que parten de las experiencias cotidianas. Así lo ha demostrado la exposición mediática. Por ejemplo, la simple búsqueda de un tutorial para cuidar nuestros huertos o aprender una receta de comida nueva son muestras de que hay un microlugar que busca ser compartido. El mundo doméstico pone a prueba y valida prácticas que nos ayudan a construir colectivamente. Nos movilizamos en una permanente reincorporación al mundo. La opción está en encontrar comunidades que promuevan que desaprender es una misión cotidiana. (O)