Sí, “mi” país, con su geografía, su soberbia de volcanes, su arrogancia de cordilleras y de ríos. Su paz aún posible, su gente que modula en tantas formas la humanidad, y que habla igual en el acento castizo de los lojanos como en los decires de los manabitas. “Mi país”, con su memoria que resiste a los desprecios. Mi país, ese que viaja en bus interprovincial, en canoa, en mula o en bicicleta; ese que se descubre a sí mismo en la plaza de los pueblos; el del hombre común; el de los que creen en sus posibilidades e invierten en su tierra; el de los que se dan la mano, aunque sea a la distancia, en el trabajo y en la empresa. El de los que tienen fe y sonríen pese a todo, y no lloran sino en el secreto de sus casas.

¿Será posible que volvamos a hablar de “nuestro país” con la entrañable pasión de los abuelos, sin recelos y sin odios?

Sí, mi país. Y no aquello de “este” país, concepto que encapsula olímpicas soberbias y odiosas comparaciones. Porque aquello de “este país” es propio de quienes aquí prosperan y, sin embargo, se quejan. El de los que quieren todo para sí. “Este país” es la expresión que marca el descrédito, el “ojalá no estuviera aquí”. “Este país”, con toda su connotación de asqueo, es expresión común de los ingratos que tienen como filosofía la quejumbre. Es el de las plañideras que lloran la “desgracia” de que no les den gusto en todo lo que quieren.

Vivir denigrando lo propio, renegando del medio y de su gente, todo eso significa aquello de “este país”. Notable es la conducta de algunos que se han acomodado perfectamente por acá y, sin embargo, desmerecen la tierra que les dio la oportunidad. Notable es, asimismo, la vocación por agringarse, botar el poncho y asumir que se vive en Nueva York, y que todo lo que no se acomode al american way of life es inferior y malo. Disparate ilustre es todo esto que gana terreno en la demolición de la dignidad nacional a la que asistimos con incomprensible indiferencia, porque si algo hemos perdido es el sentido de nación y hemos “ganado” la capacidad de adherir sin más a lo que significa renunciar, dejar de ser. Y despreciar la historia, los símbolos, la historia, la cultura que se pretende reemplazar con consignas políticas.

La visión despectiva del país alcanza dimensiones de ideología. Hay una especie de “pensamiento” que articula el desprecio, una doctrina que hace de lo local, basura. Hay quienes proponen que nos olvidemos del país como punto de partida. Hay los que creen que progresar es renegar de la historia y la tradición y hacerse, en tierra propia, extranjeros. O inventar utopías falsas.

Yo, pese a todos los problemas, apuesto a “mi país” como concepto que rebasa lo político, y creo que es un deber amarlo, que es tarea inexcusable redescubrirlo, restaurar su memoria, superar los complejos y aprender a ser, serenamente, ecuatorianos, como lo fueron tantas generaciones que creyeron en lo que tenemos y que tuvieron la sensibilidad y la valentía de vivir desde lo propio. ¿Será posible que volvamos a hablar de “nuestro país” con la entrañable pasión de los abuelos, sin recelos y sin odios? ¿Será posible disociarlo de la política y hacer de él punto de encuentro y patrimonio moral de todos? (O)