Y aunque hoy casi no lo recordemos, o pensemos en ello como en un sueño lejano, hubo épocas en que la gente esperaba meses para recibir una carta, y cuando llegaba la leía no una sino decenas de veces, la atesoraba en un baúl que olía a lavanda, la escondía entre las páginas de un libro. Se sentaba a responderla a la luz de una vela, una lámpara, del sol sobre la mesa del jardín. Dibujaba cada letra, y cada letra besaba los pies de la siguiente y nacían las palabras, las oraciones de tinta negra que se negaba a quedarse quieta y echaba sombras por todo el papel, dejando su rastro sobre la mano cansada, tatuaje de la escritura.

Mi generación aún conserva cartas escritas a mano en una caja, pero también esos primeros emails a los que todavía confundíamos con cartas e imprimíamos para leerlos sobre papel, para mostrarlos a las amigas o guardarlos en un cajón, para preservar la ilusión de que existían no solo en un mundo virtual sino en el mundo físico donde solíamos vivir. O quizá simplemente no teníamos internet en casa, los leíamos en un café internet rodeados de extraños, en el bolsillo el dinero justo para 15 minutos y una impresión.

En los ya casi extintos cafés internet de mi adolescencia, la gente también hablaba por teléfono. Encerrados en cabinas transparentes llamaban a sus parientes que emigraron a España, al novio gringo, a la amiga viajera. Si un quiteño quería llamar al extranjero y no endeudarse con el Ietel o el Emetel (creo que así rezaba el nombre de quien nos mandaba a casa las temidas facturas del teléfono) se iba a la Mariscal, al legendario Papaya Net. Y si mal no recuerdo, ese mismo Ietel tenía locales donde se alineaban cabinas telefónicas para hacer llamadas locales e internacionales.

Antes de que todos tuviéramos aparatos privados y portátiles, los teléfonos públicos eran parte del paisaje urbano. En tiendas y plazas, hasta en el patio de mi escuela había uno que funcionaba con fichas diseñadas con dos hendiduras paralelas (más tarde con tarjetas). Lamento no haber conservado esas fichas para mis hijas. Las admirarían tan extrañadas como cuando desenterraron de mis cajones ese objeto prehistórico llamado floppy disk.

Melancólica, leo las memorias de Amos Oz: “Una historia de amor y oscuridad”. Durante su infancia en Jerusalén, acompañaba a sus padres a llamar por teléfono a sus tías en Tel Aviv. Era un ritual sagrado: acordaban la fecha (por carta), advertían al señor de la farmacia cuándo le alquilarían el teléfono; llegado el momento, salían de casa puntualmente, vistiendo sus mejores ropas.

Creo que no soy la única nostálgica de esa comunicación en cámara lenta que sucedía con menos frecuencia y mayor intensidad. Añoro esos mensajes que recibíamos o enviábamos casi temblando ante el prodigio de poder tocar con nuestras palabras, incluso con nuestra voz, a personas lejanas. Me pregunto si somos muchos los que nos sentimos cada vez más solos y aislados ante la avalancha de mensajes distraídos, entrecortados y apurados que hoy nos persiguen a toda hora y en todo lugar. Preferiría una sola llamada, una carta para atesorar, un gesto que acariciar largamente en la memoria. (O)