Veo una serie donde un hombre de la nobleza dice: “La tradición es el sustento de la sociedad, más que nada para la aristocracia”. Y se me mueven los cables mentales porque el análisis fluye, raudo. La rapidez con que se vive hoy prueba, precisamente, lo contrario: el cambio y hasta desalojo de costumbres inveteradas, consideradas indispensables dentro de una visión rígida de la vida.

Hoy me aplico sobre la idea del cortejo, ese ritual masculino en torno de una mujer a la que se deseaba “conquistar” (nótese la connotación bélica de la palabra). Admítase que era de una sola vía –la mujer era cortejada– y que la actitud activa, sea de elección, gestos, comunicación y declaración de intenciones, quedaba en manos del varón. Detrás de la conducta modosa de una hija se revelaba el proyecto de los padres. Cuando el comportamiento social se tiñó de erotismo, se procedió a seducir. En los avances de los hombres, la mirada desnudó a las mujeres –en el arte las había desnudado hacía mucho tiempo–, condujo manos y palabras hacia la cosificación y el espectáculo. Como se dijo de la actriz Ava Gardner: “Es el animal más hermoso del mundo”. ¿Requiebro, piropo? Implícita deshumanización: los animales se compran, cuestan dinero. Esos acercamientos tomaron virginidades –tal vez por medio de la petición de la “prueba de amor”–, ofrecieron matrimonio, dejaron hijos no reconocidos en el camino.

Siempre se contó como rumor que los patrones tomaban a sus criadas, que las mujeres pobres eran el territorio de cacería de los señoritos sin el engorro de ir a los burdeles y pagar por el servicio sexual. Hubo cantidad de hijos engendrados por los propietarios de las esclavas africanas en los Estados Unidos, como en el caso del presidente Jefferson. Por tanto, el abuso y el acoso son las figuras de comportamiento que tienen que figurar a la hora de pensar en los problemas de las mujeres. Que un hombre casado se acerque a una mujer significa el mero adulterio; que los jefes requieran relaciones de sus subordinadas no altera el estatus del orden matrimonial. El Me Too representó ese develamiento: los poderosos ponen los favores sexuales como pasos hacia el crecimiento profesional de las chicas.

La historia nos (...) sigue dando muestras de que la violencia puede usurpar el puesto del amor...

El enamoramiento desenrolla una madeja de señales que deberían ser mutuas, sin que los roles de género codifiquen lo que esté al alcance de unos y otras. Entiendo que esas libertades aligeran la vida de las nuevas generaciones, cuando las rancias creencias del patriarcado no enturbian la vida de los jóvenes. Hoy la sexualidad es un derecho propio y responsable que no puede imprimir categorías en la frente de las personas. Experimentarla entra en las regiones de la salud mental, del conocimiento del cuerpo y del derecho al placer, condiciones de una vida sana y propia de los ciudadanos del mundo.

No debería pensar siquiera en los maltratos, violaciones y feminicidios, variantes odiosas de las proximidades sexuales, expresiones enfermizas del sentido de la posesión y el dominio de un sexo sobre otro. Pero tengo que hacerlo. La historia nos ha dado y sigue dando muestras de que la violencia puede usurpar el puesto del amor, invadir los caminos de la convivencia. Y mientras sobrevivan esas perversiones, no habrá civilización. Y el feminismo tiene hondas tareas que seguir emprendiendo. (O)