Ecuador es un país bien retratado en la novela El chulla Romero y Flores, de Jorge Icaza, en la cual el protagonista representa la conflictiva dualidad de ser hijo de un aristócrata quiteño y de la indígena empleada doméstica de la casa. En la conciencia de este mestizo de primera generación se debate intensamente la lucha racial, de clases y de culturas que encarna la realidad ecuatoriana.

Incluir en los debates a quienes piensan diferente constituye una opción democrática y de responsabilidad colectiva.

Todo esto a propósito de cuán estancadas parecerían estar las identidades ecuatorianas. Cada tanto, surgen las heridas abiertas de nuestras complejidades. El retroceso evidente tras cada estallido social nos lleva a tropezar con los mismos signos y palabras que denuncian las intransigencias frente a lo diferente o de lo que no se quiere comprender. El reciente paro nacional muestra las caras de subjetividades limítrofes y desbordadas. La violencia en todas sus manifestaciones revela lo difícil de encontrar el camino del diálogo y la tolerancia. Nadie oculta sus miserias. Todos hemos hecho visible cuán contenidas están las amarguras que esconden los mundos que habitamos. Solo al repasar ciertas conductas y señales de hostigamiento que surgen de ideales fragmentados, percibimos una dialéctica carente de sentidos y rumbos fijos.

Basta observar las acciones que inundan la convivencia con el otro para hacer evidentes las contradicciones. Causan gracia ciertos comentarios que rayan en lo incivilizado, de parte de quienes homogenizan en un solo saco de representaciones a los que “viven en el páramo” y son incapaces de superar el binarismo civilización/barbarie que ubica en puntos extremos a quienes viven en la ciudad y en el campo. ¿Acaso los urbanistas son los reyes de la civilización? La vida de la urbe muestra en su cara cotidiana las lamentables formas de sabotearnos y ejercer prácticas menos apacibles a quienes vivimos en ella. Piénsese en cuántas veces alguien estacionó en doble fila deteniendo el tráfico o en la crueldad de la delincuencia como amenaza a nuestra convivencia. Ni qué decir de quienes se saltan las filas en ventanillas de servicios, porque tienen a algún conocido que les facilita la tramitología. Falta mirarnos para generar reflexiones justas, equilibradas y de autoconciencia. Hay que frenar la polarización y los equívocos que van marcando nuestro camino de origen. Incluir en los debates a quienes piensan diferente constituye una opción democrática y de responsabilidad colectiva.

El panorama desalienta porque es impensable que en pleno siglo XXI tengamos que contrarrestar discursos de odio en toda su voracidad: xenofóbicos, homofóbicos, clasistas, racistas y machistas. La literatura cuenta con numerosas obras donde se exponen las experiencias contradictorias que persiguen a los latinoamericanos. Leerlas serviría como un ejercicio de constatación de quiénes somos y de dónde venimos, porque la imaginación creadora nos ha brindado las hipótesis de entendimiento y reconciliación. Componer los lazos históricos y de justicia social no es tarea fácil, pues nos obliga a mirar minuciosamente nuestras inconsistencias, pero debería ser el principal frente para arrancarnos nuestras máscaras acomodadas. (O)