Carlos Burgos es un crítico literario ecuatoriano formado en universidades norteamericanas, como Harvard, Stanford y Berkeley. En la actualidad reside en Madrid, donde da clases en la Fundación Ortega y Gasset, además de ser el director académico del campus de Madrid de la Universidad de San Diego. La semana pasada estuvo por la Universidad Andina Simón Bolívar para dar un seminario sobre nuevas propuestas alrededor de la novela del dictador latinoamericano. El centro de su reflexión no se restringía al tema en sí mismo, sino a los llamados mecanismos de recepción: los críticos latinoamericanos habrían creado una noción de valor sobre la figura del dictador en novelas latinoamericanas de la década de 1970 —concretamente 1973 es el annus mirabilis en el que se publicaron El otoño del patriarca, El recurso del método y Yo el supremo—. Ángel Rama sería el crítico decisivo por su libro Los dictadores latinoamericanos, de 1976. Lo nuclear de la reflexión de Burgos es detectar la operación de los críticos, quienes, quizá de buena fe o desesperados porque el boom iba a menos y más bien empezaría a ser la narrativa española la que remontaba luego de la censura franquista, necesitaban “inventar nociones” para que la novela no perdiera su protagonismo político como género, sobre todo frente a la ortodoxia cubana de izquierda, que miraba con malos ojos a los escritores que exploraban el lenguaje literario en desmedro de una intencionalidad política comprometida. La novela del dictador permitía aunar, advierte Burgos analizando a Rama, tanto el componente político como un valor ético que fuera “más allá de la literatura”.

Lo cierto es que poco queda de las novelas sobre los dictadores. Las anulaba precisamente esa intención de buscar su valor fuera de la literatura, como si esto garantizara un más acá de la política y de los réditos de impacto. No es menor que, en la colección de obras conmemorativas de la RAE, las dos únicas novelas de dictador sean Yo el supremo, de Roa Bastos, y El señor presidente, la protonovela del dictador de Miguel Ángel Asturias, de 1946. La novela de Roa Bastos era mucho más que su tema, un verdadero despliegue de arte verbal que la vuelve escurridiza para los críticos que solo pretendieran limitarse a convertirla en un documento sobre el dictador decimonónico de Paraguay, José Gaspar Rodríguez de Francia.

El razonamiento de Burgos permite identificar cómo ciertos críticos crean una tendencia a partir de unas pocas obras cuando estas, en realidad, no tienen por sí mismas un alto grado de realización estética, pero responden dócilmente a una nueva categoría. Con tiempo se ha podido ver el reduccionismo que significó, por ejemplo, la categoría de la “novela de la violencia” en Colombia, marginando obras que no respondían a ese esquema y tipificando además a todo un país. Hoy también se podría, si existiera un ejercicio crítico real, matizar si son tan uniformes y de igual rango novelas que responden a determinadas expectativas y temas, donde no debería dejarse a un lado la exhaustiva labor crítica desde la literatura y no convertir ese análisis en un pretexto para polémicas gratuitas.


La expresión “más allá de la literatura” implica cierta condición fantasmal. Es decir, pretende ver, como en los discursos esotéricos o simplemente en las películas de terror, un más allá para el que la única prueba palpable es la fe (o la ideología) de unos creyentes (o militantes) que siguen a pie juntillas lo que dicen sus incuestionables maestros. Lo cierto es que la literatura, como otras obras artísticas, tiene un aquí concreto y palpable que es su propio lenguaje, su composición, su capacidad imaginativa, su amplitud de miras que convoca una pluralidad de perspectivas y, por supuesto, el hecho real de lectores que las disfrutan por sí mismas, o bien por esos añadidos de valor, “capitales simbólicos”, que diría Pierre Bourdieu, crítico francés que nutre la reflexión de Carlos Burgos. En resumen, las obras literarias se reconocen por su talento. Detectarlo, por supuesto, exige tiempo, porque requiere tomar en consideración una serie de factores, entre ellos la suficiente capacidad crítica para reconocer que una obra suma elementos y que no es solo por uno de ellos por el que ha de ser exaltada hasta la distorsión. Hans Robert Jauss recordaba que el arte es un ámbito de experiencia subjetiva pero no arbitraria. Y el poeta ruso Joseph Brodsky, que tuvo que huir del totalitarismo de la Unión Soviética, recordaba en su discurso del premio Nobel que “si algo enseña el arte —en primer lugar, al propio artista— es el carácter privado de la condición humana”. Defenderse frente al arrasamiento y uniformidad totalitarios es convertirse en un yo independiente. Las ortodoxias, desde las religiosas hasta las militancias de la diferencia, terminan siendo a la larga tan poco tolerantes como aquello que rechazaban, como si todos debieran responder a un modelo o patrón. Desarrollan un mecanismo retórico para hurgar o suponer en cualquier disidente o individuo con capacidad crítica una forma de traición. Suponen, además, que esos desvíos se corregirían si fueran a leer directamente a los maestros incuestionables, y que si critican a estos es porque no los han leído o los han leído mal. Cuando un fanático les reproche o les reclame que vayan a leer a sus dos o tres autores ineludibles, salgan corriendo. Han encontrado un dogmático, no un interlocutor. Por suerte, la literatura no es así. Acoge siempre, tiene una gran capacidad de autocrítica, y tiene paciencia. Tiempo y paciencia permiten esa perspectiva que revela que lo tan promocionado o lo que se considera de un valor ético que va “más allá de la literatura” son fantasmas de un tiempo que pretendía imponer ciertos valores y formas de manipulación del lenguaje levantadas sobre el vacío y la inautenticidad. El talento tiene un alto coste: no busca réditos inmediatos, no simplifica y, sobre todo, jamás resulta intolerante. (O)