Los cuadros de la exposición de Luis Alfredo Martínez en el Museo Nacional, titulada Paisajes. Instantes de los Andes, que recomiendo no pierdan la oportunidad de visitar, son estimulantes no solo por descubrir, en conjunto, la mirada de este pintor que dejó una obra paisajista notable en la frontera del siglo XIX y XX, sino porque es una invitación abierta a releer su novela emblemática: A la costa, publicada en 1904, cuando su autor tenía 35 años. Martínez no viviría mucho. Falleció en 1909, a los cuarenta años. Al releer esta novela conviene detenerse en los paisajes que describe, todavía más si se tiene presente su pintura: paisajes vastos, montañosos, prácticamente desprovistos de la presencia de personas. A lo sumo aparece algún hombre o indígena, minúsculo en medio del paisaje. Al ver esta exposición recordé la que había visto meses atrás, dedicada a Turner en el Museo Nacional de Arte de Cataluña. Turner, conocido también por cuadros panorámicos, sobre todo los marinos, que aparentan un estado de inacabamiento, donde apenas aparecen figuras humanas, también difuminadas, como esa obra maestra que es Festival de Venecia, de 1845. Pero también había dos o tres cuadros con figuras humanas. Comprendí por qué Turner no incluye retratos. No tenía ese talento. Creo que Martínez también se dio cuenta de lo mismo, de la misma limitación. Por suerte tuvo la lucidez de no insistir en lo que no se le daba bien. No al menos en la pintura. Porque precisamente eso complementa el desarrollo de su novela: perfilar figuras y conflictos humanos, en especial el desplazamiento que viven los personajes de A la costa, incluso un exilio al extranjero de uno de ellos.

Los Andes según Luis A. Martínez

Los lectores de la novela siempre señalan que sus descripciones son lo mejor del libro. Cito una de ellas para que se pueda ver uno de esos paisajes: “Atrás queda la cordillera de los Andes, la sierra abrupta e informe, arrugada por mil cerros, picachos, quebradas y despeñaderos; allí los múltiples sembríos de cereales, coloreados ya de verde tierno, ya de anaranjado, ya de pardo. Algunas laderas muestran el terreno recién labrado, negro por la lluvia haciendo contraste con el amarillo pálido de los pajonales del páramo. Y en las quiebras, las lomas, en las orillas de los pequeños torrentes y en el fondo de los estrechos valles, las casas aisladas, los pueblos y las haciendas, parecen rocas rodadas desde las cimas de los Andes. Un cinturón inmenso de picos abruptos y negros (…). Hacia el ocaso se descubre otra zona, otra naturaleza, un mundo nunca imaginado por el habitante de las cordilleras. Los cerros que, como una avalancha petrificada, se separan de la Sierra, se aplanan y casi se hunden en un abismo. El bosque trepa afanoso hasta las más altas cimas; las quiebras pierden las tonalidades y recortes duros de las rocas desnudas, para adquirir toques azulinos y vaporosos; y al fin, cerros, colinas, barrancos, se confunden, difuminan, desaparecen casi en medio de un velo glauco, para convertirse en una llanura infinita como el mar, la que se pierde allá en el horizonte en un cielo de nácar, en el que flotan algunas nubes de color rosa y oro”.

Si lo leen en voz alta, si siguen sin prisa la puntuación, las oraciones de Martínez oscilan, se detienen, se amplía la enumeración y se despliegan verbos que recorren un horizonte hirsuto que huye de la definición. Luego vienen los matices y las gradaciones de color, como cuando describe un caserío entre Guaranda y Babahoyo que cierra con una palabra de oscuridad: “Al fin del valle en que está encerrada la población, se ponía el sol, un sol rojo de sangre, flotando entre nubes de fuego. Cerros, árboles, matorrales y peñascos tomaron un tinte color de cobre derretido; luego solo los cerros más altos y las cimas de algunas gigantescas palmeras brillaron con resplandores de hoguera; después el cuadro quedó borroso, azulino y la noche llegó”.

Luis A. Martínez

Marcado por el estilo de su época cuando se observa el conjunto de su pintura, pero también marcado por una politización de la novela, el talento de Martínez hay que rastrearlo por los márgenes, prescindir de lo evidente y disfrutar esos remanentes donde el talento se sobrepone a la intención. El visitante de la exposición podría detenerse en uno de los cuadros magistrales de Martínez, Carihuairazo, de 1906, y al ver ese contraste de picos oscuros y nevados sentir que podría faltar allí una figura humana como la de El caminante sobre el mar de nubes, ese cuadro de Caspar David Friedrich, de 1818; pero de inmediato uno se da cuenta de que no es necesario, que ese protagonismo humano del romántico alemán aquí no calza, que el paisaje es mucho mayor e imponente y espera a ser inscrito.

Queda abierta la invitación a visitar la novela, donde Martínez pone los personajes que faltan en el paisaje. Quizá hace falta una nueva edición de A la costa que esté muy bien acompañada de varios cuadros suyos, algo que no se ha hecho nunca. Pero también lean la exposición de Martínez en el MUNA, y en este vaivén entre paisajes y descripciones narradas salga algo distinto, lo que no está puesto allí en las pinturas y lo que acaso sobra en la ideología de la novela, una apertura inesperada para ver, no solo lo que se supone que debemos ver en lo que forma parte de una tradición, sino lo que enseña a ver el talento del escritor y del pintor, puestos en diálogo, por encima de su propia época, escapándose del contexto de su época, para aprender a ver la nuestra gracias a esa mirada y la distancia que media entre aquel tiempo y el nuestro, y acaso Martínez nos enseñará también a descubrir qué es lo que enturbia nuestra mirada con temas demasiado comunes de nuestro tiempo al precio de dejar al margen lo que realmente podemos revelar y decir. (O)