Si hay algo más feo que la palabra procrastinar (suena como si trituráramos cristal con los dientes) son las secuelas sicológicas de posponer, dejar para mañana, siempre para mañana, lo que tendríamos que hacer hoy. Sería cómodo decirnos que lo hacemos por pereza, porque nos vence la tentación de quedarnos en cama abrazados a Netflix. Pero tras la aparente “vagancia” y “falta de ambición” se esconden los demonios que acosan día y noche al procrastinador: la culpa por no haber hecho, el temor de fallar al hacer. Nos distraemos, pues, del paso del tiempo con actividades impersonales donde no nos jugamos nada. Creemos ocultarnos así de nuestra consciencia. Pero es como esconderse bajo las sábanas durante un bombardeo. La tarea a medias, la meta no alcanzada, el plazo que ya no brilla en el futuro sino que oscurece el pasado, a la larga consumen más espacio en nuestras vidas que el tiempo que nos hubiese tomado terminarlas. La maldición del procrastinador consiste en perder más tiempo inventando excusas para decírselas a sí mismo y a los otros que aquel que le tomaría simplemente hacer lo que debería hacer.

Pero no hay nada simple en este fenómeno ni se soluciona con frases vacías y obvias de motivación personal: nuestros días están contados, no hay tiempo que perder, vence tus miedos y lánzate a conquistar tus sueños, bla, bla. Me pregunto cuándo perdemos algunos esa pasión innata de la infancia, esa capacidad de lanzarnos a un proyecto con entusiasmo y energía, con alegría, indiferentes al fracaso. Quizá nos obligan demasiadas veces a realizar tareas en las que no hallamos gusto ni sentido, o nos convencemos de que el éxito público vale más que el placer silencioso de ser y hacer. Recuerdo que en la secundaria odiaba las clases de Dibujo Técnico que se repetían inevitablemente cada lunes. Los deberes, por supuesto, los dejaba para el domingo, a última hora. Así que cada mañana de domingo me despertaba angustiada y procuraba quedarme en cama el mayor tiempo posible, pero en lugar de sumirme en el dulce olvido del sueño me aprisionaba un duermevela de pesadillas protagonizadas por reglas, escuadras y papel milimetrado, donde vivía y revivía, en cámara lenta, cada trazo que tendría que hacer (¡otra vez!) al levantarme. Está de más decir que recién por la noche me sentaba a hacer el deber, y que me salía muy mal.

Si tan solo el hábito de procrastinar se restringiera a cosas que no nos gustan, a metas que no ambicionamos, si solo fuera la declaración de impuestos la que dejamos para el último segundo. Pero la tragedia de algunos como yo es procrastinar actividades que dan sentido a mi vida: la escritura, la lectura, la comunicación con mi familia y amigos cercanos. Así he ido dejando ese libro, esa llamada, esa carta siempre para después, para mañana, para la próxima semana, para nunca. Quizá empezamos a procrastinar por miedo a la decepción y el fracaso, por temor a sentir. Y continuamos posponiendo paralizados por la culpa y la vergüenza. Si tan solo pudiéramos abrazar la incertidumbre, el riesgo, el juego y la posibilidad del fracaso, mientras nos decimos entre risas: ¡al diablo con el éxito! (O)