Fernando Iwasaki no necesita una presentación sino varias. Ha publicado libros de historia, de cuento, de ensayo. Son más de treinta títulos. Si a esto se añade que los corrige y amplía con un sentido progresivo en las nuevas ediciones, los ejemplares se multiplican. Algunos empiezan por ser pequeños folletos o ediciones cartoneras, como la que publicó de su libro Mi poncho es un kimono flamenco. Más que un título es una declaración de intenciones para este escritor nacido en Perú, de apellido japonés, residente en Sevilla desde hace tres décadas, a lo que habría que sumar antepasados ecuatorianos e italianos (y vaya a saber qué más si empezamos a preguntar). El año pasado, en Lima, me entregó la nueva edición publicada en México por la UNAM, dedicada como siempre: “Para Leonardo, porque tu llapingacho es una pizza con tumaca”. Nuevamente un juego ternario de bromas identitarias. Siempre lo he conocido así, con un gran sentido del humor desde la primera vez que nos encontramos en Madrid en 1999. En esa ocasión estaba vestido de negro y por lo que yo sabía era historiador. Pero lo que empecé a leer de él fueron ficciones, cuentos y novelas impecablemente escritas y divertidas. Iwasaki tomó un camino distinto al resto de escritores peruanos que quieren igualar a Vargas Llosa o ser más radicales o negarlo sin provecho. Más bien heredó de Ricardo Palma y Gómez de la Serna, y supo escuchar a Monterroso, Bryce Echenique y Cabrera Infante en una tradición de humor y genio de la lengua sin fronteras (y no dejaré a un lado a Stendhal, del que colecciona ediciones). Algunos de sus títulos son señales de una ruta inversa que revela lo inaudito: Inquisiciones peruanas, El descubrimiento de España, El sentimiento trágico de la Liga o El libro de mal amor. Este historiador –que en 2004 declaró que había dejado de serlo– se había convertido en un literato con los atributos de un humorista que iba muy en serio.

Siempre me pregunté qué pasó con el historiador. La respuesta la encontré con la reedición del 2021 por el Fondo de Cultura Económica de Extremo Oriente y el Perú en el siglo XVI, publicado originalmente en 1992. El Fondo también había publicado en 2018 ¡Aplaca, Señor, tu ira! Lo maravilloso y lo imaginario en Lima colonial, que en realidad es su último libro de historia. Su gran libro de historia, aclaro. La casualidad ha querido que hoy mismo presente estos dos títulos en la librería del Fondo de Cultura Económica en Quito en conversación con él y con el historiador Juan Marchena. Así que lo que aquí leen, para los que no puedan ir, será lo que diré en parte. El resto será risas. Ese arco de treinta y seis años entre ambos libros son dos columnas que sostienen el techo de la amplia construcción verbal de mi amigo Iwasaki. Pero son dos columnas muy distintas que van de la austeridad dórica (o muros incaicos) a un derroche corintio (o ekeko peruano). En la historia del estilo de un autor, contrastar sus pasos es lo más próximo a una revelación. Ambos son libros suscitados por una discreta melancolía de los orígenes perdidos. Extremo Oriente es una disimulada búsqueda de sus raíces orientales revelando lo que Gruzinski en el elogioso prólogo denominó en su momento como la noción de los Mundos conectados. Gracias a varios casos, como la vida exagerada de los Ronquillo (y compañía) en el siglo XVI, se revela que el comercio con China y Filipinas tuvo un flujo decisivo. La nueva edición incluye un inédito y revelador estudio de las lecturas sobre Oriente del inca Garcilaso. Transaba así Iwasaki sus dos identidades declaradas. ¡Aplaca, Señor, tu ira! lo regresa a una Lima profundamente embebida del imaginario de un barroco español que ya conoce al dedillo y de primera mano al residir en Sevilla, gracias a lo que puede comprender esos miedos apocalípticos que despertaban los emblemáticos terremotos y volcanes peruanos, exacerbados por los sermones católicos. Solo que aquí Iwasaki sabe reírse con el rigor de los archivos que ha consultado con precisión ejemplar. Además de dar cuenta del descubrimiento minucioso se ríe de las circunstancias, como cuando advierte que los italianos perdieron el monopolio del imaginario volcánico debido a los terribles volcanes andinos, o que ciertos médicos astrólogos como Joan de Figueroa “estaban más pendientes de la galaxia que de sus pacientes” o que Luisa Melgarejo merecerá siempre un doctorado odoris causa. Verdadera cumbre de sus investigaciones, este libro es la exhibición de su gran capacidad investigadora rastreando hasta los archivos más remotos –su flechazo con Sevilla fue el Archivo de Indias que ha recorrido a la manera de Borges: fatigándolo– para que Lima se levante con todas sus obsesiones fundacionales en una especie de retorno de lo reprimido histórico. Es el libro de historia más divertido que recuerdo haber leído. Quizá el único.

Esto me lleva a preguntarme cómo procede el humor o cómo se llega a él. En el caso de Iwasaki, luego de veinte años de leerlo, creo haberlo entendido finalmente. Se llega al humor por la exactitud. O mejor dicho, por una exactitud que se desplaza para mantenerse viva. Al dato y a la palabra exacta no hay que detenerlos más allá de lo que fijan por sí mismos. La seguridad del dato y el vocablo sopesado pueden lanzarse al aire como uno, dos, tres, cuatro objetos malabares que dan vueltas en una inédita órbita de sentido. Así funciona la verdadera identidad. Si está viva no se parece nunca a sí misma sino a eso que acaba de pasar y que no se alcanza a ver más que con el rabillo del ojo. Porque cuando todo se ha perdido, la imaginación baila si se despliega el dominio de la exactitud. ¿O es el demonio de la exactitud? Por ahí debe ir la cosa. Lean los dominios de su endemoniada exactitud verbal y encontrarán la respuesta. (O)