Y así como cada acto (y cada pensamiento) puede ser el eco de otros que en el pasado lo antecedieron, he vuelto, para iniciar el semestre con mis estudiantes, al acto con que uno de mis profesores iniciaba sus cursos: la lectura de algún cuento de Borges. La diferencia es que Álvaro Alemán fue mi profesor de varios cursos de literatura, y yo enseño instituciones del derecho romano. ¿Es adecuado invocar un cuento en la enseñanza del derecho? Pienso que sí, no solo porque el relato elegido fue El inmortal, cuyo protagonista es, acaso, Marco Flaminio Rufo, tribuno militar de una de las legiones de Roma, en tiempos del emperador Diocleciano. Tampoco porque aquella parte específica del cuento hablara de un mundo que moría: Diocleciano renuncia en 305, solo un año antes de la asunción del primer emperador cristiano, Constantino. La ciudad de Roma había dejado de ser el centro del mundo. Constantinopla, la actual Estambul, la sustituiría en el lento y doloroso proceso de debacle de un imperio y sus instituciones jurídicas.

(Los abogados) no debemos creernos dioses, cuando el poder del lenguaje es también el poder de la humildad, de la claridad, de la comunicación eficaz que expresa lo complejo de manera sencilla, entendible, accesible

No, no empecé con un cuento el estudio de las instituciones romanas porque este aludiera a esa época. Las razones fueron otras, varias. En la primera frase, Jorge Luis Borges escribe: “En Londres, a principios del mes de junio de 1929, el anticuario Joseph Carthapilus, de Esmirna, ofreció a la princesa de Lucinge los seis volúmenes en cuarto menor (1715-1720) de la Ilíada de Pope”. Pese a su sofisticada articulación, la oración respeta la elemental estructura que exige la gramática: sujeto (el anticuario Joseph Carthapilus), verbo (ofreció), y predicado (lo que se predica del sujeto). No todas las oraciones de Borges ni de los grandes escritores siguen esa estructura (sujeto, verbo y predicado), pero la lección es clara: para viajar en el lenguaje, primero hay que conocer sus reglas más sencillas y lógicas. Ese poder se gana a pulso, se lo construye con el tiempo y la práctica.

Un laberinto dedicado a la obra de Jorge Luis Borges, en su aniversario número 35

Me parece urgente que quienes estudian derecho sepan el origen de su profesión. La palabra abogado tiene su etimología en el latín advocatus, de la expresión ad auxilium vocatus, que quiere decir: el llamado para auxiliar. Sin embargo, antiguamente a los abogados también se los llamaba letrados, que viene de litteratus, en alusión a la littera, que es letra en latín. Si pensamos en esas raíces etimológicas, es indudable que el abogado es el llamado a auxiliar con el lenguaje, con la letra. Su ejercicio es dialéctico, por tanto, viene del intelecto y del estudio, pero su finalidad es el auxilio, que es un fin social. El poder del lenguaje como herramienta para defender derechos. El poder de la palabra como herramienta para la justicia.

Kafka, en su parábola Ante la ley, habla de un campesino que busca la ley y cuando llega a sus puertas, no puede pasar. Es impedido por un guardián. Pasan los años y nunca otra persona intenta acceder a la ley. Antes de morir, el hombre le pregunta al guardián la razón: “Nadie podía pretenderlo, porque esta entrada era solamente para ti. Ahora voy a cerrarla”, responde. La puerta de la ley puede ser la metáfora del derecho como un lenguaje, el jurídico, que resulta inaccesible e inentendible para quien lo padece. El abogado es el traductor de ese lenguaje. Así como los monjes glosadores tradujeron en la Edad media el antiguo derecho romano a las lenguas modernas y salvaron sus instituciones para que estas informaran las legislaciones contemporáneas, los abogados traducen el derecho para la sociedad, para sus clientes, para los usuarios de la justicia.

Los abogados deberíamos escribir y expresarnos de manera clara y simple, sin artilugios ni soberbias, en respeto a nuestra responsabilidad traductora. Deberíamos volver esa estructura lógica de la gramática, que es tan diáfana: sujeto, verbo y predicado. No debemos creernos dioses, cuando el poder del lenguaje es también el poder de la humildad, de la claridad, de la comunicación eficaz que expresa lo complejo de manera sencilla, entendible, accesible. Debemos abandonar la absurda creación de esos horribles palacios lingüísticos, llenos de laberintos y confusión, o del deseo atroz de parecer inteligentes. Esos palacios son insensatos y cierran la puerta del derecho para la sociedad. Escribe Borges sobre la forma inextricable y sin sentido de la Ciudad de los Inmortales: “Este palacio es una fábrica de los dioses, pensé primeramente. Exploré los inhabitados recintos y corregí: Los dioses que lo edificaron han muerto. Noté sus peculiaridades y corregí: Los dioses que lo edificaron estaban locos”. (O)