Es probable que todo gran paisaje, en el fondo, sea una forma abstracta y expansiva del autorretrato. Lo pienso porque el acto de observar, para un pintor, implica verse. La mirada se construye con lo que una persona lleva adentro, con lo que aprende, con la paz que es capaz de alcanzar y también con sus heridas. Uno mira con sus ojos, no con otros. Paisajes. Instantes de los Andes es una exposición única, no sólo porque nos lleva a la que constituye, quizá, la primera gran irrupción del paisajismo en la tradición pictórica ecuatoriana, sino porque nos introduce a su autor, uno de los más interesantes personajes de la historia del Ecuador en la transición de los siglos XIX y XX, Luis A. Martínez. Pintor, montañista, político liberal, amigo de Eloy Alfaro, teniente político de parroquia, ministro, diputado, jardinero, peón y escritor. La lista de sus actividades es larga. Autor –sin imaginarlo que así lo posicionaría la crítica o la historia– de una de las novelas fundacionales de la literatura nacional, A la costa.

La mirada se construye con lo que una persona lleva adentro, con lo que aprende, con la paz que es capaz de alcanzar y también con sus heridas.

Esta maravillosa exposición, que podrá ser visitada hasta el 23 de octubre en el Museo Nacional del Ecuador (MuNa), recoge alrededor de 30 pinturas de Luis A. Martínez, realizadas entre 1892 y 1909, el último periodo de su vida. La curaduría estuvo a cargo de Martín Jaramillo y es muestra del giro exponencial que el museo ha tenido desde que asumió su dirección Romina Muñoz, artista visual, curadora y arqueóloga. Además de las obras y objetos de Martínez, la exposición nos ofrece el contexto que para él fue medular: en la a primera sala se encuentran los mapas de Manuel Villavicencio y Theodor Wolf, así como los paisajes ecuatorianos de Rafael Salas y el mítico Frederic Church. Se trata, este último, de uno de los más grandes pintores estadounidenses del siglo XIX, discípulo de Humboldt como explorador y el gran enamorado de la fisonomía de los Andes ecuatorianos que al mundo dio la plástica occidental de aquella época.

Andes: la ruta de los sueños

Tuve la oportunidad de ir dos veces. La primera, para conocerla. La segunda, porque mi abuelo, al hablarle de la exposición, me pidió que vayamos. En ambos casos la experiencia de indagar en el paisajismo de Luis A. Martínez ha sido conmovedora. Para mi abuelo, su juventud y el devenir de su pasada vida política sólo pueden resumirse con las palabras: liberalismo radical. Era la línea de pensamiento político que pregonó Eloy Alfaro y que le dio al Ecuador, en el contexto de la oscurantista historia de América Latina, el carácter laico al Estado. Aquel laicismo que hoy, un siglo después de las montoneras, todavía es tan relevante para pensar el oprobioso rol del Estado frente a los cuerpos de las personas, sobre todo de las mujeres, y la necesidad de una educación nacional articulada con base en los derechos, no en los prejuicios.

Quizá Luis A. Martínez es el primer pintor laico de este país. Y no por eso menos místico. Deja atrás y supera los motivos religiosos de la Escuela Quiteña, pero hereda el sincretismo de la cultura ecuatoriana, que le permite dialogar con otras tradiciones. Fundamentalmente, el romanticismo, que operó como una ruptura con la ilustración, un regreso a los sentimientos, a las sensaciones y puso en marcha una sensibilidad espiritual drásticamente conectada con la imponencia de los cerros y la catarsis de las cumbres. En ese punto es crucial hablar de Nicolás Martínez, el creador de la palabra “andinismo” y compañero de ascensos de su hermano, el autor de las pinturas y de la novela A la costa. Juntos exploraron los Andes ecuatorianos, para muestra las fotografías que tomaron, algunas de las cuales son parte de la exposición. Una de las cimas del colosal Chimborazo lleva, para muchos, el nombre de este pionero del montañismo ecuatoriano.

Algún día dejará de existir el Ecuador y con él se acabará su devenir trágico, pan de cada día. Pero recordaremos el nombre de sus cerros. He prefigurado el autorretrato de Luis A. Martínez en cada una de sus imágenes sobre los volcanes y nevados. Son su autoindagación, su mirada, su intento final de alcanzar el reposo, la beatitud o el acabamiento. También he visto la imagen del país, la gloria de su geografía y la modulación de una visión del cosmos que Humboldt la sintió asombrado: esa extraña capacidad de sobrellevar la tragedia como si fuera el cumplimiento de una ceremonia. Edgar Molina Montalvo, mi abuelo, resumió así su propuesta sobre la pictórica de Martínez: ¡Qué acto de amor tan grande por el país! Confieso que he decidido escribir sobre la hermosa exposición del MuNa quizá como remedio o fuga, porque el país también es esta sensación de desamparo, este proceso de disolución del Estado y del porvenir, esta ansiedad de ver la muerte a cada instante y en todos lados, injusta y cruel especialmente con las mujeres. Pero quiero pensar que el acto de pintar, y el de observar una pintura o sentir una montaña, es también un compromiso con la memoria. (O)