Los saberes se apoyan en afirmaciones que pueden hacerse clichés. Dicen que las mujeres podemos atender simultáneamente varios asuntos, mientras los varones los piensan de uno en uno. Que cada cual hable por sí mismo. Las amas de casa, por ejemplo, dan fiel y largo testimonio de lo que es batallar en las tareas múltiples del hogar, con un ojo puesto en la vida concreta de cada hijo y con el otro en las infinitas pequeñeces de la vida cotidiana, pequeñeces indispensables, claro está, para que una familia funcione como una maquinaria bien ajustada.

Quienes hemos tenido cargos directivos sabemos que sobre un escritorio convergen varios problemas al mismo tiempo y que cada documento que se firma debe ser revisado (ay, los errores ajenos) y corregido, que a las juntas se asiste con una agenda preparada y que los discursos auténticos los redacta quien los pronuncia. Los teléfonos nos sacan de la concentración. Compañeros o subordinados requieren respuestas inmediatas. El círculo de lo personal jamás se apaga y se encarga de emitir luces y demandas desde lo más hondo de la subconciencia. Todo se resguardaba bajo el rótulo de “lo normal”, aunque también cabía el rubro de lo excepcional.

Sin embargo, altas dimensiones del conocimiento nos remiten a lo uno, a la nuclear unidad del ser, a lo indivisible de una psiquis que ni cuando ama puede cumplir con la aspiración de fusionarse en otro. La religión nos habla del alma inmortal, cuya salvación depende exclusivamente de la responsabilidad y voluntad personal. Cualquiera que está acostumbrado a meditar, reconoce su voz interior y hasta la duplica en diálogo consigo mismo. Uno, siempre uno (o una, que el determinante tiene género).

Mantener la individualidad dentro del magma de las confluencias de nuestro pasado es difícil.

Luego cabe la referencia a Ñamérica –el concepto acuñado por Martín Caparrós para identificarnos como cultura– y recordar la variada vertiente de nuestra identidad. Las culturas aborígenes nativas con su amplio derrame racial, la intrusión española para aportar el elemento blanco y sus desprendimientos culturales en materia de lengua, estructura política y religión, la presencia africana que también nos tiñó con formas externas y subjetivas, las diferentes migraciones europeas hacia nuestra generosa y acogedora tierra. El triunfo de lo diferente, de las mezclas, de lo múltiple se hace notorio solamente mirando nuestros rostros y escuchándonos argumentar.

Parecería, entonces, que la gran lección de la historia es convivir con lo distinto, con los cambiantes rostros de la diversidad. Abandonar las tirantes lecciones del clasismo y del esteticismo inveterado, construido con modelos europeos, que sigue creyendo en los prototipos de belleza y armonía de los clásicos y renacentistas. Latinoamérica es el territorio de lo múltiple, de la variedad que se plasma en rasgos que pierden sus líneas de origen hasta construir otro rostro, un comportamiento maleable que aprende y cambia, que se deja llevar por modas y que, igualmente, está arraigado a sabores, pieles y olores que vienen de antiguo y singularizan unas formas de vivir y de ser. Que el sello de la pobreza y de los malos gobiernos impregne un tinte de tristeza y de agobio, que impulse hacia afuera a la gente, también está de por medio. Mantener la individualidad dentro del magma de las confluencias de nuestro pasado es difícil. (O)