La barbarie encierra el caso de María Belén Bernal conmueve el alma de la nación, y nos estremece al punto de sacarnos a todos los ecuatorianos lágrimas de dolor.

En la horrenda confluencia de feminicidio, brutalidad y el uso de un uniforme y de la estructura e infraestructura de una institución como la Policía, el teniente (que hace rato debió haber sido dado de baja con deshonra) aparecen pecados y lacras de nuestra sociedad, y de las instituciones que ella tiene.

El femicidio es una plaga en la humanidad, y muy presente en el Ecuador, plaga que solo demuestra la miseria de quien siendo físicamente más fuerte es espiritualmente enano y miserable, pues a quien representa la custodia y gestora de la vida, que es la mujer, a quien ofrece el amor más puro que es el de madre, y a quien la creación escogió para ser protectora de los más débiles que son los niños, a esa precisamente la destruye con la ventaja de la fuerza física.

¡Y cuántas veces ese femicidio viene acompañado con el asesinato de los hijos! ¡Y cuántas veces viene precedido del abuso, el maltrato físico y sicológico, tanto de la madre cuanto de la prole!

Pero a este pecado tan grave se une el inaceptable hecho de haber sido cometido por alguien quien la sociedad ha invertido preciosos recursos para cuidar de la vida de los demás seres humanos, para cuidar de la propiedad, de los derechos de las personas. Y no solo que lo hace deshonrando a su uniforme y a su institución, sino que además lo hace en predios que son de esa institución llamada a protegernos a todos, con la tolerancia o total displicencia de muchos miembros de la institución.

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¿Es esta una política de la institución? Ciertamente no. Pero sí es una muestra de otro pecado, que se llama espíritu de cuerpo, que se llama sometimiento incondicional al superior o a las acciones del compañero aunque sea subalterno.

Es cierto que las instituciones jerárquicas se basan en el respeto al superior y a sus órdenes, sin lo cual no podrían existir, pero en este caso, había en el lugar de los hechos oficiales de mayor gradación, que ante los gritos debieron haber actuado y no lo hicieron. Dos grandes mentiras: “Son problemas de marido y mujer”, y “Siempre hay que cuidarle las espaldas al compañero de uniforme”. Esas dos mentiras no pueden tapar el sol con la milésima de un dedo. Y el espíritu de cuerpo, presente en tantas instituciones uniformadas del planeta, es una aberración que ha permitido abusos e inclusive acciones criminales en tantas instancias de la historia.

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Jamás tendrá sentido la muerte de María Belén, pero que este episodio se transforme en una revisión completa de la educación y formación de los cuerpos uniformados de nuestro país, para que la selección en primer lugar, y luego la manera en la cual se va tallando el alma y los valores de los oficiales, jamás permita que “el espíritu de cuerpo” o barbaridades similares terminen aupando aberrantes crímenes y violaciones. (O)