Enarbolando la bandera de la libertad, el ganador de las últimas elecciones presidenciales en Ecuador prometió el ingreso sin restricciones a la universidad. Para ello, ofrecía eliminar la rimbombante Secretaría de Educación Superior, Ciencia, Tecnología e Innovación, Senescyt, que se veía como un obstáculo a la mal llamada opción educativa. Una vez que habría descubierto que esta institución es necesaria, tal vez en su mínima expresión, por último para que el país no quede mal frente a la comunidad internacional, el futuro gobernante rompió la primera promesa de campaña. Por el momento, la Senescyt está para quedarse.

Para salvarse el pescuezo, insiste en el ofrecimiento subsidiario de abrir las puertas de las universidades públicas dando libre acceso a alrededor de 300.000 estudiantes, recién graduados y represados, para un número aproximado de 90.000 a 100.000 cupos. Sin advertir la ironía de que este esquema es fundamentalmente sindicalista con aires de socialismo, tampoco encaja en los postulados del libre mercado, según los cuales se educa quien tiene los medios, no quien recibe dádivas del Estado. Además, implica que los cupos en realidad se otorgarán como antes, a la bartola, pues la oferta no puede satisfacer la demanda.

Es posible que detrás de esta propuesta se encuentre un sector privado ávido de proveer el servicio cuando el Estado, achicado, no pueda. Pero la calidad de la educación superior es tan mala en el país que escasos títulos universitarios son garantía de empleo; a las compañías les importa más que los trabajadores tengan las capacidades necesarias. Un maravilloso ejemplo de lo que se debería hacer, al menos en el ámbito tecnológico, es el Grupo Jala de Bolivia, que educa a jóvenes antes de que ingresen a las escuelas de ingeniería, donde obtienen una certificación formal.

Si el Gobierno quiere crear empleo, debe dejar de distraer a los jóvenes con huesitos sin carne y en su lugar crear certificaciones adaptadas a nuestra realidad con centros de apoyo al aprendizaje para que al menos aprendan a escribir un informe. También debe tener la valentía de –aunque no es mi opción preferida en términos morales– flexibilizar los mecanismos de empleo. No hay país que aguante prebendas para una fracción de personas a costa de la pobreza de los demás, que además se traduce en una cobertura de seguridad social limitada al 40 por ciento de la población. La justicia social se alcanza logrando un mejor equilibrio, por ejemplo, al alentar la posibilidad de contratar a dos personas por menos horas que solo una con horario completo.

Finalmente, como se ha insistido hasta el cansancio, la industria, que produce plazas de trabajo, necesita obtener un registro de contribuyente en una semana, no un mes, y permisos de funcionamiento y fabricación en un mes, no en años. Mantengamos trabas para proteger la salud del ambiente y las personas, y el lavado de dinero, en lugar de impedir actividades económicas de provecho para todos.

De nada sirve un diploma si el aparato estatal no puede diseñar o adaptar normas simples para garantizar la productividad. (O)