Son estadounidenses, no son un trío de música folk al estilo de Peter, Paul & Mary, pero también cantan. Cantan las verdades folclóricas del Ecuador, y se las cantan a quienes no las quieren escuchar: los ecuatorianos y sus presidentes. Son embajadores que han emitido declaraciones importantes, anticipando y confirmando el fenómeno que hoy sufrimos, sin que hayamos hecho lo necesario para evitarlo. Me refiero a la transformación progresiva del Ecuador en un “narcopaís” y sus tres epifenómenos: la corrupción generalizada, el auge de la industria del sicariato y la violencia dominante.

El 30 de enero de 1997, el embajador Leslie Alexander denunció públicamente la corrupción imperante en el Ecuador y en el gobierno de Abdalá Bucaram, y su efecto desalentador sobre las inversiones extranjeras; exactamente una semana después, el pueblo de Quito tumbó a su presidente. El 4 de abril de 2011, la embajadora Heather Hodges emitió declaraciones sobre la corrupción de la cúpula policial y nuestro gobierno la conminó a especificarlas; como ella no lo hizo, el presidente Rafael Correa la expulsó inmediatamente. Hace pocos días, el embajador Michael Fitzpatrick denunció la existencia de “narcogenerales” en nuestras fuerzas del orden, lo cual ha tenido consecuencias inmediatas en la revocatoria de visas, enunciados oficiales de nuestra Policía, investigación periodística y una reacción aguada de nuestro gobierno.

¿Un embajador norteamericano tiene información de la que un presidente ecuatoriano carece sobre lo que pasa en nuestro país? ¿Los servicios de inteligencia extranjeros trabajan mejor que los propios en relación con estos temas? ¿Los embajadores extranjeros vienen a espiarnos? ¿Esas declaraciones configuran una intromisión indeseable en los asuntos internos que afecta la soberanía del Ecuador? ¿Somos pobres víctimas del viejo y odioso imperialismo norteamericano? ¡Nada de lo anterior! Los diplomáticos solo advierten aquello que nuestros gobernantes deberían saber porque tienen los medios para ello, lo dicen públicamente porque saben que algunos presidentes no harán nada al respecto, y probablemente porque nos suponen una opinión pública que puede presionar a su gobierno para que tome decisiones.

En realidad, somos víctimas de nuestro propio invento: esa caduca e inútil concepción del nacionalismo y la soberanía que mostramos, como bravata de borracho, cada vez que algún extranjero emite alguna crítica sobre nuestras costumbres y sobre la realidad política, económica y social en la que vivimos, a las que consideramos intocables. Si volvemos a las primeras declaraciones del embajador Alexander, podríamos inferir que nos ha tomado un cuarto de siglo convertirnos en un “narcopaís”, con todas nuestras instituciones infiltradas, incluyendo las fuerzas del orden. Pecamos de comodidad y candidez. ¿Acaso pensábamos que los narcotraficantes aparecen portando tarjetas de presentación con nombre y oficio? ¿Nunca se nos ocurrió que lo hacen de maneras interpuestas y aparentemente legales? Ante este horror inmanejable que nos desborda, ¿estamos esperando que el próximo embajador nos cante: “Nosotros les advertimos”? (O)