Es un color hermoso ese azul casi lila, bajo el cual existen mujeres viviendo en la oscuridad. Es un destino aterrador bajo esa burka el de las mujeres afganas víctimas de la guerra, corrupción, pobreza y el fanatismo religioso que venció a la ilusión de libertad. Escandalizados, así andamos los occidentales ante las fotos de afganas cuyos “rostros” sin rostro se replican infinitamente en medios y redes sociales. En coro lamentamos la barbarie de los talibanes. ¿Dónde estaba nuestro horror hace un año, cuando Afganistán estaba controlado en un 80 % por los talibanes? Si fue Biden quien ejecutó el plan de retirar las tropas estadounidenses del país que ocupan desde 2001, ya Trump había insistido en volver a casa.

Volver tras 20 años de desgaste, ineficiencia e impotencia, 900 billones gastados, ¿para qué? Si en 2001 los talibanes tenían algo de influencia y poder, hoy tienen mucho más. La ocupación iniciada por Bush con el supuesto objetivo de “democratizar” a la región ha terminado en un estrepitoso fracaso. Los islamistas han logrado entrenar “mártires” locales e internacionales, generar ingresos millonarios de la minería y el opio (Afganistán, el país de las burkas azules, las amapolas blancas y los minerales maravillosos), atraer el apoyo financiero de magnates petroleros del Golfo y la gratitud de Teherán y Moscú. En internet, los islamistas han adquirido fama mundial. Cosmopolitas, han organizado ataques terroristas en París, Berlín, Roma, Madrid, Nueva York... Completaron el tour de Occidente, con mochila, no para conocer “el mundo”, sino para eliminar “infieles”.

Vivimos en la Edad Media invertida. Ya no es el cristianismo el que encierra a las mujeres en casa, nos llena de culpa ante nuestros cuerpos y va por el mundo, cual “mártir en Guerra Santa”, “en misión de convertir infieles”. Antes era Europa la de la Reconquista, la Inquisición, el Puritanismo, la Colonización. Occidente quemaba brujas. Hoy las brujas occidentales lamentamos el destino de nuestras hermanas afganas.

En blanco y negro he pintado este retrato, ¿es que no tiene color la vida, incluso la vida de las mujeres afganas? Si son ellas las que sufren, ¿no debería escuchar su historia en lugar de publicitar mi propia ira, mi reclamo en coro virtual que a ellas no les hace ni deshace la vida? Leo una entrevista con una afgana residente en Alemania: sus amigos le dan el pésame por los horrores que suceden en su país; nadie le pregunta qué piensa, qué siente, qué conoce. Es tan fácil sentirse superior, compadecer a las víctimas obvias. ¿Y qué hay de las latinas que sin burka salen sin saber si volverán a casa sin haber sido violadas o amenazadas sexualmente por el camino? ¿Qué de las occidentales que durante esta pandemia han sido víctimas de una violencia doméstica nacida del machismo? Las burkas azules ocultan y revelan historias de opresión, pero las que hoy andamos por la vida en shorts y camiseta, ¿no hemos escuchado el llanto de nuestras vecinas o perdido el trabajo por estar embarazadas? ¿No hemos reconocido ese terror habitual ante alguien que nos miraba, hablaba o seguía creyéndose amo y señor de nuestros cuerpos? (O)