Fui al cajero automático del banco, con la esperanza de que estuviera habilitado y poder sacar efectivo. Con cinco días sin poder hacerlo, filas interminables y el consabido no hay sistema, me quedaban solo unas monedas para hacer frente a las compras diarias.

Un joven estaba interactuando en la ventanilla. Una señora de mediana edad, muy bien vestida, me pregunta si ya se puede retirar dinero, a través de mi mascarilla le muestro al joven que nos precedía. Sale el joven malhumorado, le pregunta y, al recibir una respuesta negativa, comenzó una andanada de gritos desaforados. “¿Por qué no me dice que no sabía?”, gritaba por los pasillos del centro comercial y se dirigía a mí con gesto amenazador. Quedé perpleja.

Nos habita el enojo, la frustración. ¿Cómo nos afecta a nosotros, a nuestras familias, al ambiente en que trabajamos, a nuestras relaciones afectivas, lo que sucede en la Asamblea, los insultos entre políticos, la inseguridad cotidiana, las masacres en las cárceles y la corrupción galopante? Los rumores de muerte cruzada, movilizaciones, recuerdos de incendios, secuestros y muertes, no abonan a la calma y a la búsqueda de soluciones. Más bien paralizan y nos llevan a amurallarnos en nuestras opiniones. Antes estuvimos confinados por la pandemia, ahora lo estamos en la desconfianza y desazón de un futuro incierto en que no tenemos las riendas de nuestro destino.

¿Cómo bajar los decibeles del ambiente tóxico en que nos movemos, que enrarece todo?

En la escalada de epítetos, y las consabidas interpretaciones políticas, ¿quién puede parar la vorágine y centrarse en lo esencial? Un debate en esas condiciones es solo una medición de fuerzas en la que gana no siempre el que tiene razón, sino el que tiene más fuerza, o más recursos, o se comunica mejor. Ganar un debate puede producir más descontentos que acuerdos.

Cuando las emociones nublan nuestra capacidad de relacionarnos, de entendernos, de discrepar positivamente en general, las palabras no tienden puentes, más bien los dinamitan, los destruyen. Entonces, ¿a qué hay que recurrir para que el acercamiento pueda darse?

El diálogo no solo se construye con palabras. También se hace con silencios. Estos pueden ser densos, incómodos, o convertirse en pausas, retiro de la contienda, distancia necesaria para medir nuestras propias fuerzas y las de nuestros contrincantes, para elegir las batallas en que queremos embarcarnos… “Que un silencio sin fin sea tu escudo y al mismo tiempo tu perfecta espada”, escribió alguien que sabía de contiendas, F. Bernárdez.

En política es difícil que el silencio se convierta en un instrumento de diálogo, porque en general están orientados a una audiencia que espera pronunciamientos, peleas, máscaras. El mayor problema es que todos hablan y casi nadie escucha. Producir el milagro de desatascar las situaciones complejas que vivimos como país requiere la participación de todos. El próximo feriado, si llegamos a él con una disminución de enfrentamientos, podría ser un espacio privilegiado para callar y observar y permitir que surja lo importante: la necesidad de trabajo, educación y equidad de la población, la posibilidad de vivir sin miedos a que nos roben, nos ataquen, o nos maten.

Y sí, también es importante rescatar la alegría de la gente.(O)