Dos canciones han anidado en mi cabeza este verano, repitiéndose en loop con tal insistencia que he terminado por interpretarlas como mensajeras de mi subconsciente. Si los primeros años de vida de migrante los viví con el corazón en la mano, atenta al desamparo y la nostalgia que me embargaban pero también a la ilusión, risa y rechazo que me causaba el nuevo paisaje donde me había insertado, los últimos tiempos los he vivido anestesiada. Un buen día embutí todos mis sentimientos en una botella y tiré al río el sacacorchos. Me decía ya no siento nada, no me falta ni me sobra, no hay remedio a la distancia. Durante el confinamiento me construí un mundo feliz con mis hijas, mi marido, mis libros y hasta renové la cocina del departamento diminuto donde vivo en Leipzig, en un intento por convencerme de no necesitar más nada en la vida.

Este verano regresé al Ecuador luego de muchos años, y cuando el avión empezó su descenso en la ciudad de Quito empecé a llorar descontroladamente. Saltó el corcho, se desparramaron todas esas cosas que me había estado guardando para protegerme de este mundo desaforado, y al parecer entre ellas constaban un par de canciones. La primera (imagínensela en la voz de Concha Buika): “Uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida/ entonces parece como están de ausentes las cosas queridas/ por eso, muchacha, no partas ahora soñando el regreso/ que el amor es simple y a las simples cosas las devora el tiempo”. Eso escuchaba en mi cabeza mientras visitaba a mi abuela en su casa donde durante mi ausencia murió mi abuelo. Fue la banda sonora de mis desayunos con mis hermanas, las cervezas con mi ñaño, gin-tonic con amigos; en casas, calles, restaurantes, malls, museos, en la playa, la ciudad y la montaña me preguntaba si era posible habitar nuevamente, aunque fuera por unas horas, la ilusión del regreso.

Las cosas queridas estaban ahí, inmutables, y las que habían muerto seguían condenadas a repetirse por siempre...

Si el tiempo devora las cosas, los humanos, hijos de la nostalgia, nos esforzamos por mantenerlas vivas. Así que contradiciendo a la voz que me asediaba, los fantasmas de lo que fue me acompañaron mientras exploraba lo que es. Cómo ha cambiado la vida de mis hermanos, abuela, tías y amigas, en qué sueñan, qué añoran, qué han perdido y ganado. Comí de su comida, dormí en sus camas, les vi trabajando con esa energía y entusiasmo invencibles que caracterizan a tantos ecuatorianos. Las cosas queridas estaban ahí, inmutables, y las que habían muerto seguían condenadas a repetirse por siempre en los corazones nostálgicos de quienes no nos resignamos a despedirnos.

Pero llegó el fin del viaje y tuve que despedirme de todos. Hubiera preferido imitar a mi hija de cuatro años que disfrutó intensamente de toda esa gente amorosa, pero a la hora de las despedidas se negaba a confrontar el final y salía corriendo a esconderse. Y es que, como dice la segunda canción que este verano invadió mi cabeza, “las despedidas son muy tristes...”. Demasiado tristes. La dejan a una sintiéndose como un náufrago sediento, resignado a vivir en una isla y soñar que de cuando en cuando le permiten abordar el barco de la vida que tuvo y habitar por un momento el espejismo de que todavía le pertenece. (O)