El día que decidí que nunca sería abogada lloré hasta el amanecer. —No es para tanto, no tuviste otra opción, insistía Santi, pero yo sabía que era el fin.

Luisito llegó con los pagarés y con los ojos llorosos. —¿Está bien?, le pregunté. —No, seño Moni, no estoy bien. Mi mujer y yo queremos adoptar un bebé, pero lo queremos negro como nosotros (en ese tiempo no estaba de moda decir “afrodescendiente”). Ayer nos avisaron de una bebita, pero el abogado cobra mucho por el trámite. Hemos llorado toda la noche, porque encima ya le vimos. —Déjeme preguntarle a mi jefe si me deja encargarme, le animé. Mi jefe, Enrique Terán, accedió. —Me has de molestar como chinche si te digo que no, te conozco, vieja, sonrió y me dio permiso para salir del banco las veces que fueran necesarias.

Fui con Luisito y Magui, su mujer, hasta el orfelinato, una niña negra, fea, de ojos gachos y una flacura infinita nos miraba con miedo. —Tiene una fuerte anemia, dijo la monjita, aquí no le podemos dar la alimentación que necesita. Iniciamos los trámites de adopción y convencí a la superiora de que entregara la niña a los futuros padres. A los dos meses era una reina de ébano con las pestañas más largas que he visto en mi vida, era una preciosidad. Según lo acordado, Magui la llevaba todos los días al orfelinato, pero el trámite no acababa nunca. Cada ley, cada trámite, cada exigencia del juez de menores era más absurda que la otra. A pesar de que los agentes del antiguo SIC habían informado las circunstancias y el lugar donde encontraron botada a la pequeña, el juez exigía nueva y nuevas declaraciones. Los papeles ministro, los sellos, las fotocopias, sumillas, protocolizaciones, juramentos y demás absurdos amenazaban con asfixiarnos. Pasaron días y meses, las monjitas se inquietaron, no podían dejar que la niña siguiera viviendo con los futuros padres, ellos tuvieron que devolverla.

En menos de una semana, los ojos de la chiquita perdieron su brillo, su cuerpo se llenó de un sarpullido y volvió a mirarnos con miedo. Al borde de las lágrimas fui al juzgado. —¿Pero qué falta?, pregunté desesperada. Vi los ojos del juez y sin pensarlo saqué un billete de los recién impresos de 5.000, temblando lo deslicé debajo de una carpeta y cerré los ojos a la espera de oír sus insultos por mi atrevimiento. Lo que oí fue el ruido de un cajón, abrí los ojos y frente a mí estaba lista la sentencia. ¡Databa de hace más seis meses! No me cabía en la cabeza que tanta maldad fuera posible y que yo había cavado la tumba de mi profesión. ¿Con qué cara podía ser abogada después de haber dado una coima? Supe que era el fin y lloré hasta el amanecer.

Nunca volví a ver a Luis y a su familia. Esa reina de ébano, con las pestañas más largas que he visto en mi vida, debe tener más de 30 años y este país sigue teniendo normas absurdas; delitos ridículos como el de “asociación ilícita”; leyes que permiten a un alcalde y a una prefecta ejercer sus cargos con grillete, a un contralor y un defensor del pueblo trabajar desde la cárcel. Pero sobre todo, funcionarios que no lloran, ni hasta el amanecer ni nunca, porque no saben lo que es la vergüenza. (O)