Un sentimiento de impotencia, derrota, injusticia, agotamiento, recorre el tejido social del Ecuador. Poco de qué enorgullecerlos, mostrar, alabar ni exponer. No acompañan la economía, ni la salud, ni la educación, ni la justicia, ni la seguridad, ni el clima, ni los resultados deportivos. En ese contexto, levantarse, construir, hacer frente y ponerse de pie es una tarea solitaria, no un comportamiento colectivo. Un país detenido a la espera del próximo desastre.

La democracia corre peligro porque las decisiones de la mayoría están sometidas al vendaval de reacciones y no a la búsqueda o seguimiento de un camino que lleve a soluciones. Se requiere alguien, un diestro que guíe en la tormenta al barco fuera de peligro. Cuando el temor y la indignación nos envuelven, la serenidad, la firmeza, son valores escasos. Hay que cuidar, cobijar las palabras porque su poder se extiende como llama en paja seca. Hay que actuar con conocimiento del lugar donde se quiere llegar, aunque la niebla invada el horizonte. Se ponen en juego las cualidades de un gobernante. La justicia, la equidad, el presente y el futuro de la ciudadanía dependen de decisiones correctas, tomadas por un equipo unido que tiene clara la meta. Cuando eso no ocurre, el naufragio es el resultado.

Escribo la noche que el mundo cristiano celebra la resurrección de Cristo, sé que el odio no tendrá la última palabra, ni la muerte, ni la deshonra, ni la injusticia. También sé que el triunfo del amor, no es un regalo, es una conquista, una tarea, un despojo. Cuando ya no hay nada que perder, se puede recibir todo. Cuando se toca fondo, se puede resurgir.

En mi casa hay unas margaritas, de colores, retiré las hojas secas y las regué en tierra, en dos días hay decenas de plántulas que buscan el sol con fuerza y están dispuestas a convertirse en plantas.

Una de las demostraciones de inventos colectivos frutos del miedo y el horror lo constituye la cárcel la Roca de extrema seguridad, en Guayaquil. Pensar una prisión donde las personas vivan incomunicadas, en pequeños cubículos, casi sin ventanas, sin ver a quien les trae la comida, sin establecer relaciones, saliendo una hora por día a un patio, vigilado por un guardia, y querer que allí vivan meses y años los condenados por crímenes horrorosos, es rebajarse al mismo nivel de aquellos a quienes se condena. Es hacer una fábrica de cadáveres vivientes que deambulan en el vértigo del quiebre psíquico y humano. Es irrisorio llamarlo centro de rehabilitación. Es una pena de muerte prolongada en el tiempo, día tras día. No es una solución, es una aberración.

Es buscar la justicia por medio del miedo y el terror, es confesar el fracaso como colectividad y como seres humanos.

No hay en esa propuesta ninguna posibilidad real de reparación a las víctimas de los crímenes que llevaron a tales castigos. No hay posibilidad de resurgir, ni de aportar, es la confesión más patética del fracaso humano. ¿Es un avance encerrar en depósitos humanos aquellos que han hecho mucho daño y a quienes tememos? Todas las guerras se justifican haciendo del otro un enemigo monstruoso al que debo suprimir. Las guerras se paran cuando no hay enfrentamientos, cuando los soldados se niegan a matar. Hablaré de alternativas en otro artículo. (O)