La fuerza es monopolio del Estado. Su mandato es imponerla para el imperio de la ley. Sin ella, el terror, desorden, abuso y el crimen no tendrían otro freno que el de la ley de la selva. Debe el Estado utilizar la fuerza en la medida necesaria para imponer el respeto a los parámetros del pacto social a sus infractores, aplicándola cuando fracasa el diálogo, por medio de la Fuerza Pública y las Fuerzas Armadas, sin que por esto haya omitido garantizar la legítima protesta social, la seguridad ciudadana y sus derechos constitucionales, cuya dimensión ha originado controversia con los defensores de los derechos humanos.

Chile y Colombia han sido objeto de violencia con idénticas características, igual que otras naciones latinoamericanas en el presente siglo, apropiándose sus actores ilegítimamente del privilegio del uso de la fuerza estatal, utilizando la protesta social para la depredación de las ciudades a pretexto del ejercicio al derecho constitucional a la resistencia y pretendiendo sembrar el caos y la anarquía, persiguiendo demoler el Estado de derecho.

Ecuador con los sucesos de octubre del 2019 ya fue objeto de este ensayo revolucionario, sin haber llegado al uso extremo de la fuerza para controlarla, a pesar de que pudo haber sido necesario.

Todo esto solo se explica bajo la óptica de una planificación ordenada, que desde las sombras organiza y dirige este caos, que el expresidente colombiano Álvaro Uribe lo explica como resultado de un siniestro plan de adoctrinamiento paulatino, que promueve un nuevo modelo revolucionario izquierdista, extremista y anarquista que sigue los lineamientos filosóficos de la “deconstrucción” de Félix Guattari y Jaques Derrida, eternizando el caos y la violencia hasta conseguir la destrucción del orden social.

Se conoce como Revolución Molecular Disipada, porque sus métodos son propios de una revolución utilizando la protesta ciudadana programada y dirigida en la oscuridad, carente de la estructura vertical de un liderazgo visible; molecular por estar conformada por estructuras horizontales integradas por movimiento sociales y políticos que, cual moléculas, forman una masa ciudadana sin una cabeza perceptible, que se disipan igualmente cuando termina la protesta, sin que aparezcan responsables directos con los que se pueda llegar a soluciones; y si asoman es para pretender exigir la cláusula imposible al Gobierno, sin llegar jamás al diálogo constructivo.

Ahora que los efectos devastadores en el cuerpo social por la pandemia, la pobreza y el desempleo, unidos a la indignación popular por la impunidad del saqueo ruinoso a los fondos públicos generan el caldo necesario de descontento generalizado, vemos que los mismos líderes indigenistas, protagonistas de los sucesos de octubre del 2019 y otros, envalentonados con su triunfo electoral, amenazan al régimen con reeditarlos continuando con su burla a la justicia. Le corresponde al Gobierno adoptar las medidas legales neutralizadoras, a ellos, y a los demás anarquistas mentalizadores escondidos tras las sombras, de esta otra en ciernes revolución ciudadana molecular. (O)