¿No hay cerveza? ¡Por Dios! ¿Qué clase de tienda es esta?

Es la tienda del barrio, la misma aburrida tienda del barrio que hoy, sábado al mediodía, nuevamente no tiene cerveza. Ni helada ni sin helar. Simplemente no hay cerveza. Eso no pasaba en la tienda amarilla, allí había de todo. Bueno, nunca pregunté si vendían cerveza.

Caminar hasta la tienda amarilla con poca o mucha plata era un placer. Saber que pronto saborearía un chocolatín o un caramelo de esos agridulces que tenían la forma de un gajo de naranja era suficiente felicidad.

Fue suficiente felicidad hasta el día en que apareció la muerta. Yo no sabía que estaba muerta, tampoco sabía qué era la muerte. O eso creo.

Me gustaba caminar por la calle empedrada, pero no me dejaban; los poquísimos carros que pasaban iban demasiado rápido, decía mamá. —¡Es un peligro, no la dejes ir sola!, ordenó la abuela. Pero si ese día hubiera ido sola, no me habría enfrentado a la muerta. O por lo menos no me habría enterado de que estaba muerta.

Salí de la casa con la Soledad, fuimos directo a la tienda amarilla, cuando ella propuso: —Niña, aquí a la vuelta hay una tienda nueva, es más grande y más limpia, queda cerquita de la clínica, si quiere hasta podemos cruzar e ir a ver un ratito a su papá.

Compré chocolatines y pan de dulce, crucé la calle y ahí estaba. Tirada en el suelo cubierta con una chalina negra que solo dejaba entrever unas largas trenzas de un pelo negrísimo. Sus pies desnudos, blanco amarillentos sobresalían de una falda larga. Era una de esas faldas que usaban las indias y que mamá llamaba “centros”.

Mucha gente la rodeaba y yo estaba ahí, entre todos, sin saber qué veía.

—Vamos, niña, intentó jalarme la Soledad. —Apure, no sea curiosa, después no ha de poder dormir y de ganita se ha de orinar en la cama. Alcé los hombros sin entender nada. La Soledad insistió, esta vez me jaló más fuerte y me sacó del tumulto.

—A usted sí que le gusta ver tonteras, ¿no? A ver, cuénteme, ¿qué chiste tiene ver una muerta? Yo me quedé paralizada, seguía sin entender. Solo sabía que esa mujer ahí tendida, sin cara ni manos, solo con pelo y pies, vestida de negro entero y tendida en la vereda, estaba muerta y eso era malo, muy malo. No dije una palabra, pero no hizo falta que fuera de noche y que no pudiera dormir para mojar el colchón. Parada en la vereda sentí cómo me orinaba mientras los chocolatines y el pan de dulce iban a parar en la calle de piedra.

La Soledad me abrazó. —No vea, no vea. Apure, camine. Yo más tardecito le compró chocolatines más que sea con mi plata. Ahora camine.

Empecé a llorar y caminé sobre mis medias y zapatos encharcados. Mi abuela me vio llegar y notó en mi forma de caminar que llegaba orinada.

Suena el teléfono, su timbre me asusta más que el recuerdo de la mujer muerta. Desde que empezó la pandemia vivimos con miedo, aunque la irresponsabilidad campea.

—¿Veci?, dice la voz del otro lado del auricular. No atino a contestar. Algo me duele con un dolor antiguo.

—Aló, atino a decir como por inercia.

—Veci, disculpe, por avisarle que ya llegaron las cervezas, nomás. (O)