La voz de un poeta suele ser siempre un andar. El paso de Juan Romero Vinueza (Quito, 1994) no se detiene. Desde el 2016, en que apareció su primer poemario, Revólver Escorpión, no ha parado. Su cuarto libro ha salido a la luz este año, tras triunfar en la convocatoria de la alcaldía de la capital azuaya y de la Universidad Católica de Cuenca. Se trata de Lírica fracturada para traductores tristes, un libro sobre la irradiación que podemos sentir de una lengua hacia otra, estando el poeta/traductor en medio de un fuego cruzado que es lucidez y es laberinto, un fuego que permea los espejos de la memoria y trastoca las imágenes que en ellos reflejamos. Este libro también es un deseo, lleno de voluntad, de continuar experimentando con las formas, siempre consciente de que toda búsqueda formal es un desvestirse, un mirar adentro.

El trabajo con el lenguaje no es fácil, para nadie, menos aún para quien no le teme a la fractura de las normatividades, que es lo que Romero Vinueza ha procurado siempre, en todos sus poemas y libros, sobre todo en este. Por ejemplo, nos habla de espacios y de los bifurcados derechos de dominio sobre esos espacios: “sucede que tengo un jardín, no, sucede que tengo dos jardines, el tuyo y el mío, aunque siempre sean inefablemente el nuestro”. Porque nada es absolutamente propio, sin ser espacio común, sin ser la sombra de algo más grande o más pequeño. Incluso transgrede esos territorios, que pretenden ser soberanos, para ponerlos en una dimensión donde su existencia no necesita justificación -me refiero a la existencia de una nación en el sentido moderno- y esa dimensión es la lírica: “un país que no existe se parece mucho a un poema inacabado”.

Por eso, además de jugar con todo lo que recibimos del inglés (en términos lingüísticos, culturales, espirituales, políticos y distópicos), en esta poesía está presente la tradición, y no cualquiera, quizá es la tradición irreverente y marcada por indagaciones metafísicas, por tanto ontológicas, de César Dávila Andrade, el telúrico y astral Dávila Andrade del Boletín y elegía de las mitas. Desde esa tradición el poeta parte hacia nuevas regiones, aún más irreverente y decidido a ser crítico con la retórica de su tiempo. Al leer el libro es evidente que la voz de Romero Vinueza indaga en su propio desplazamiento, que ha implicado asumir un destino, un desarraigo, una búsqueda: la de ser un poeta ecuatoriano en México, la de un poeta latinoamericano cada vez más lejos de Dios y más cerca de los Estados Unidos (robando el concepto de Nemesio García Naranjo, tan repetido por Porfirio Díaz). Con humor, con cinismo, con ironía, pero sobre todo con honestidad y sin miedo, Romero Vinueza se lanzó al viaje: “Vuelvo, otra vez, al poema como se vuelve siempre al fracaso”.

Resultaría inútil preguntarle al poeta su motivo para aventurarse a la creación de una obra, tan constante, tan curiosa, tan coherente en sus dudas y descubrimientos. Mientras para los lectores esa pregunta podría ser relevante, es probable que para él no lo sea, porque Romero Vinueza escribe con la misma naturalidad y necesidad con que respira, con que lee, con que existe. En consecuencia, no podremos pagar la generosidad que tienen algunas de las ideas con las que su poesía contribuye al mundo: “la felicidad es viento, una hoja de papel quemándose, rutas sin destinos”. “[U]n cuerpo muerto ocupa un lugar en esta casa que llamamos lenguaje”. “[Qué] más podría ser un poema sino eso en lo que nos hemos convertido”. “[L]a vida es aquello que pasa mientras nos pudrimos de a poco”. Y bueno, también la vida es el proceso alquímico en el que el poeta, o el traductor triste, convierte la podredumbre en algo maravilloso, como un libro, como este libro, como este vagar en el lenguaje y la lírica fracturada: “uno vaga porque quiere, porque puede, porque lo necesita”. (O)