En la ciudad de Nueva York las historias sobre los grandes fraudes son, a la vez, los intentos de alcanzar los grandes sueños. Muchos triunfaron, sin importar los medios que usaron para lograrlo, y fueron recibidos en las más altas esferas de la alcurnia neoyorkina, por tanto, mundial, entre aplausos y copas de champán. Hay los que han llegado a los más altos cargos, la Casa Blanca incluida. Y hay los que fracasaron, y en lugar de ser inspiradoras historias de emprendimiento y audacia, fueron sentados en el sillón de los acusados, declarados timadores, lanzados a la opinión pública como anécdota sórdida o payasa que con suerte puede terminar en una más de las películas o series sobre las estafas famosas. Porque en Nueva York los fracasos sólo pueden ser estrepitosos y estelares. Hasta King Kong ascendió a la cima del Empire State, el emblemático rascacielos de la gran manzana, y cayó, al ritmo de la gravedad, sobre el brutal asfalto.

Al menos ese es el planteamiento de Shonda Rhimes, la creadora y productora de la serie Inventando a Anna, estrenada en Netflix este febrero, que aborda la vida de la estafadora millennial Anna Sorokin, conocida en el mundo de los socialité como Anna Delvey. El título de la serie, probablemente, alude al gran proyecto de Sorokin: ella misma. Migrante rusa en la Alemania rural, nacida el año del colapso del imperio soviético. Adolescente refugiada en las revistas de moda y farándula. Familia sin dinero ni poder. No estudió en las grandes universidades, de hecho en ninguna. Sin embargo, ella sólo se ve a sí misma como algo grande, un proyecto de dimensiones estratosféricas. Y el triunfo, el volverse en lo que ella quiere ser, sólo es posible en la ciudad de Nueva York, porque si triunfa en Nueva York, habrá triunfado en la cima del mundo.

Su evolución es rápida: poco a poco sofistica sus formas, naturaliza su comportamiento de alta clase. Sabe en qué mundo se quiere adentrar y allá se lanza. Asciende como la espuma. Con mentiras, una tras otra, como todos. Heredera alemana. Dueña de un monumental fideicomiso. Sensible amante del arte. Amiga generosa, hasta el despilfarro. Su seguridad y confianza en sí misma son tales que nadie sospecha el fraude. Ni ella misma. Se convence de que el personaje que ha creado es inevitablemente ella, de carne y hueso, auténtica y altiva. Las redes sociales, que hoy son uno de los espacios en donde sucede la vida, validan y verifican su pretensión. Es perfecta, exitosa, guapa, elegante. Su vida social es vibrante. Viaja por el mundo y a los hoteles más costosos –cuanto su proyecto empieza a derrumbarse, se permite un viaje de lujo a Marrakech–. Sus amigas la admiran. Todo fluye, en sincronía con el universo, pese a la estructural soledad que la define.

He titulado este artículo de esa manera porque hay algo universal en el deseo de triunfar en la capital del mundo, sea la antigua Babilonia, Atenas, Roma, Constantinopla, o la demencial Nueva York. La literatura lo ha consignado y, en mi opinión, El gran Gatsby de Fitzgerald, es la historia sobre esa demolición, porque, aunque Anna Sorokin no lo sabía, no podemos, jamás, huir de nuestro pasado. No se borra. Vuelve constantemente y nos desbarata. Quizá sólo podemos construir a partir del pasado. Y pretender borrarlo e inventar otro es, la más de las veces, una operación imposible, y por eso mismo, frecuente, necia, humana. ¿Y dónde queda la ética? Pues no lo sé. En la vorágine de corrupción que vivimos, en donde bandas criminales ganan elecciones en el mundo, y en donde existen convencidos, por ejemplo, de la inocencia de Jorge Glas y sus secuaces, quizá la historia de Anna Sorokin es la regla y no la excepción.

Muchos dirán que es una estafadora sin más consideraciones, otros dirán que es una mente brillante que robó a los ricos para dejar de ser pobre, o para demostrarnos que todos podemos, por más locos que estemos, cumplir los anhelos del siglo XXI: poder, dinero, admiración social, imágenes de perfección en las redes sociales, fama, amor. Rompió, como mujer, techos de cristal descomunales, en una sociedad donde los hombres mienten todo el tiempo y a diferencia de ella quedan impunes. En ese sentido, quizá es el halo de esperanza, ilusión o delirio de una generación, la suya, la mía, y las venideras, para quienes la expectativa es la perfección –en Instagram, Tinder, TikTok o Linkedin– y la realidad es la precariedad, casi la imposibilidad de acceso a seguridad social, créditos hipotecarios, empleos estables o, peor aún, estabilidad emocional. Ladrona o no, Anna es un punto de ebullición en el que la realidad es creativa, rica, literaria, desmesuradamente capitalista. Es una ficción que ella y muchos se creyeron, y como tal fue un suceso inmenso en esas vidas, que la vieron brillar, siempre tan cerca de la cima, siempre tan poderosa en sus alcances. Tan convencida de que había reescrito su historia. De que era la dueña de su destino y no una hoja en el viento. Dice Francis Scott Fitzgerald: “De esta manera seguimos avanzando con laboriosidad, barcos contra la corriente, en marcha sin pausa hacia el pasado”. (O)