En febrero de ese año se publicó Ulises, de James Joyce. Por su parte, Marcel Proust editó Sodoma y Gomorra, el cuarto tomo de su en todo sentido monumental obra En busca del tiempo perdido. Hay consenso en que esta novela de siete partes es desigual, tiene páginas inmortales cimentadas en camionadas de ripio. Lo expuesto ese año no es de lo mejor, pero en esta fecha, 18 de noviembre, murió el gran escritor francés. En los años subsiguientes se imprimirían tres secciones más, dos de ellas, La prisionera y Albertine desaparecida, aportan poco o nada, pero en la final, El tiempo recobrado, se recuperan y quizá se superan el tono brillante y la contundencia literaria de los tres primeros tomos (Por el camino de Swann, A la sombra de las muchachas en flor y El mundo de Guermantes). Entre las pocas personas que hemos tenido la suerte y la constancia para leer estas meganovelas de Joyce y Proust, unos toman partido del irlandés, otros del francés. Tales bandos existen también entre quienes conocen estas obras superficialmente, e incluso entre los que no han oído hablar de ellas se produce esta escisión, pues son textos idiosincráticos, que definen maneras de ser, de entender y sobre todo de estar en el mundo. Vista así la humanidad, mirándola con cierto enfoque, está dividida entre proustianos y joyceanos.

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En 1922 también ocurrió que se encontraron por única vez los dos colosos. Lo narra Richard Davenport-Hines en su delicioso Una noche en el Majestic. En mayo, una pareja de ricos esnobs ofreció una cena en un hotel de París a la que concurrieron personajes de la talla de Pablo Picasso, Stravinsky y Daghilev. Proust y Joyce prácticamente no se dirigieron la palabra. Dicen que el padre de Ulises se arrepintió de haber sido descortés con su rival, a tal punto de asistir a su funeral pocos meses después, lo que no le impidió hacer acres comentarios sobre él en posteriores ocasiones.

En 1922 también ocurrió que se encontraron por única vez los dos colosos. Lo narra Richard Davenport-Hines en su delicioso Una noche en el Majestic.

La novela de Joyce dentro de su lenguaje fragmentado, de sus insólitos giros situacionales, con los que busca reproducir el fluir de la mente, es coherente. Y es que era un burgués irlandés hecho y derecho, sin complejos ni añoranzas. El mundo del que provenía Proust era mucho más complejo. Él mismo, relacionado con la nobleza, con aporte judío, sobre una base burguesa, asiste desconcertado a la colisión entre la emergente burguesía y la languideciente aristocracia, que chocan silenciosas e indetenibles como dos placas continentales, creando nuevas cordilleras. Incluso prescindiendo de las áridas páginas de desérticos tomos, y a pesar de que no es dado, como Joyce, a la experimentación sintáctica, la búsqueda del tiempo perdido por el camino de Proust es ardua. Una académica americana opina que es una buena terapia contra el síndrome de atención dispersa, pues no hay que perderse detalle. Al concluir Por el camino de Swann leemos que “el recordar una determinada imagen no es sino extrañar un determinado instante, y las casas, los caminos, los paseos, desgraciadamente son tan fugitivos como los años”, una visión melancólica, pero sin amargura, el tiempo se recobrará en la maravillosa aventura de la literatura. (O)