Alguna vez quise confiar, tuve mínimas certezas, y quizá algunos entusiasmos por la política. Pensaba que la ciudadanía era una forma de integrarse a la comunidad, bajo la idea de que el poder crearía las condiciones necesarias para prosperar. Leí la historia y alenté la esperanza de que, pese a todos los obstáculos, llegaríamos a ser república, y que las reglas y las instituciones reemplazarían a la barbarie, la picardía y la acción directa; que la paz sería fruto de una civilización que eligieron nuestros antecesores, aquellos que nos plantearon, incluso a costa de su vida, el reto de ser país.

Vacíos de poder

Pero esa confianza, más intuitiva que racional, no prosperó. La desconfianza, entonces, no es una queja. Nace de la evidencia de que mientras no se entienda que la única tarea del Estado es servir, no habrá lo que llaman pomposamente democracia; de la certeza de que, en las condiciones de un país plagado de corrupción y populismo, no habrá poder que cumpla y responda. Es la vigencia de que la ley y su racionalidad son ficciones, y de que la seguridad jurídica es capítulo precario de un discurso. Es una recurrente mentira.

La delincuencia va ganando

La desconfianza no es queja. Es la conclusión lógica que invade el ánimo de cualquiera que observe cómo prolifera el crimen y la corrupción, cómo la política sirve para ventilar disputas y afianzar arreglos, mientras el país se derrumba. Desconfianza frente a estructuras inoperantes y a discursos que niegan la verdad, ante un Estado en el que reina la incompetencia, ante un sistema que endiosa el cálculo y el disparate.

La desconfianza no es queja. Es la conclusión lógica que invade el ánimo de cualquiera que observe cómo prolifera el crimen...

¿Cómo no desconfiar, si entregamos parte de nuestra libertad a un Estado que no sirve sino para cobrar impuestos, y del que solo recibimos palabrería y promesas? ¿Cómo no desconfiar del desfile de personajes que, desde la derecha a la izquierda, hablan sobre todo y engañan sin rubor? ¿Cómo no desconfiar de la literatura barata que inunda la Asamblea? ¿Debo confiar, después de mirar un noticiario que atenaza el ánimo de cualquier persona sensata? No. La indignación es lo que cabe.

Conciliar o confrontar

La confianza es la argamasa que suelda la sociedad. Es el valor que afianza el vínculo entre vecinos, amigos y prójimos; entre empleadores y trabajadores; entre profesionales y clientes; entre el funcionario y el ciudadano que demanda sus servicios. Es lo que explica la obediencia a la autoridad y lo que sustenta la legitimidad del ordenamiento jurídico. Si no hay ese vínculo moral, la sociedad es una ficción y el Estado, una mentira. Y no es asunto de dictar más leyes, ni de firmar más tratados, ni de convocar a inversionistas. Restaurar la confianza es, ahora más que nunca, la tarea monumental que supone, primero, entender la magnitud del drama, asumir que el sistema está desbordado, que sin una enorme dosis de sensatez, compromiso y responsabilidad, la gente seguirá envenenándose de odio, miedo y frustración.

La confianza no se restaura si cada ciudadano porta una pistola. Se restaurará si hay el testimonio de que la autoridad, los diputados, los jueces, existen más allá de la palabrería. Y de que el poder es leal con la gente. (O)