Los tiempos que transcurren son extraños. Buscando de dónde aferrarnos en el “mundo líquido” (Z. Bauman), una vez diluidos los grandes referentes y valores que nos guiaban como familia, Estado e Iglesia, intentamos sobreponernos a la “sociedad de la decepción” (G. Lipovetsky), compartiendo emociones intensas con comunidades étnicas, religiosas y regionales. Hoy deambulamos por la vida desconfiados, desbordados, insensatos, sin pensar demasiado en las consecuencias de una posible vuelta al totalitarismo, desde la advertencia de Hanna Arendt.

El siglo XXI nos iba a dar un respiro; habíamos logrado sortear, en gran medida, la hambruna, la peste y las guerras, pero la pandemia por la COVID-19 nos reubicó en un lugar precario. Convivir con los nuevos virus (lo adelantan científicos, futuristas y filántropos como B. Gates), con el cambio climático y con el bioterrorismo será parte de obligados aprendizajes. También lo serán el proteger a la humanidad y el planeta de los peligros inherentes a nuestro propio poder, concluye J. N. Harari en Homo Deus. Es decir, de las ambiciones humanas para alcanzar la inmortalidad, la felicidad y la divinidad, sin pisar el freno, porque nadie sabe dónde está el freno y “si nadie entiende el sistema, nadie puede detenerlo”.

Este caótico devenir trae en sus entrañas lo que A. Finkielkraut ha llamado la derrota del pensamiento “en provecho de una sopa mediática que desemboca en una cultura zombi”. Es decir, la imposibilidad de que los individuos piensen por sí mismos, estando sus mentes alienadas, desprovistas de la capacidad de reflexión. Seres humanos zombis (The walking dead), a quienes la posibilidad de abstracción crítica y búsqueda de significados diferentes les ha sido arrebatada por el mercado, el poder, o el imperativo de trabajar y consumir servilmente.

Lo que atravesamos como “aldea global” no es un nubarrón. Nos enfrentamos a crisis profundas de soberanía del Estado-nación, de gobernabilidad, de gobernanza, de democracia representativa, entre otras, que no son pasajeras. “Aquello que llamamos progreso no es un movimiento lineal y unidireccional sino algo más parecido a un péndulo que extrae su energía alternativamente del deseo de libertad y del deseo de seguridad”, apuntaba Bauman. Ciertamente, nos toca vivir con mucha intensidad los alcances de aquellos tres imposibles que planteaba Freud: gobernar, psicoanalizar y educar; a los que J. Lacan sumó el discurso de la ciencia.

Escribo estas líneas cuando estamos cerca de conocer los resultados finales sobre las elecciones presidenciales. Hoy está en juego la vigencia de la democracia y debemos felicitarnos por la masiva participación del 7 de febrero, ya que el ausentismo solo fue del 18,75 %. Sin duda, una excelente muestra de cuán capaces somos de comprometernos políticamente cuando nos mueve el deseo de no retornar a un régimen totalitario.

Mientras espero el pronunciamiento del CNE me ronda, cual sombra, la letra de una vieja canción de Alberto Cortez: “Qué cosas tiene la vida, Mariana. Qué cosas tiene la vida. Mientras más alto volamos, Mariana, nos duele más la caída”. (O)