En la población predomina un clima de tensión y marcada desesperanza. Se percibe la ausencia del Estado y su deber funda mental de garantizar la vida y seguridad de la gente, la que, valga decir, en su momento cedió una parte de sus libertades en función de establecer un contrato social que permita regular la sana convivencia, en términos de armonía y respeto por los demás y del entorno, alejando consecuentemente la idea del homo homini lupus.

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Tanto es así que, para Perfiles de Opinión, el 43,6 % de los encuestados ubica a la delincuencia como el principal problema del país (con un mayor deterioro de cifras en la ciudad de Guayaquil, al ubicarse en el 55 %); es decir, se trata de un guarismo que evidencia la profunda preocupación de una sociedad que ve violentado a diario su legítimo derecho a tener una seguridad integral y a ejercitar una cultura de paz, conforme lo determina el art. 3.8 de la Constitución.

Lo cierto es que la espiral de violencia e inseguridad crecen de manera sostenidas. Verbigracia, para la consultora CID Gallup, la tasa de robo o asalto en Ecuador, en el primer cuatrimestre del 2022, llegó al 43 %, detrás de Guatemala y Nicaragua, lo que nos ubica como país en una incómoda tercera posición dentro de la región. No olvidemos también que Guayaquil formó parte de las 50 ciudades más violentas del mundo en 2021, lo que grafica el problema en su real dimensión, en tanto el narcotráfico y la delincuencia organizada, cada vez más desenfrenados y siniestros, atentan contra la vida y los bienes de las personas, cuyas víctimas directas o colaterales y sus familiares no atinan a otra cosa que a mirarse desconsoladas entre sí.

Y para agravar aún más este escenario tenemos a una Policía nacional, encargada de velar por la seguridad interna, con apenas un 23 % de confianza por parte del pueblo llano (paradójicamente del cual sus miembros en su gran número tienen sus raíces), aspecto que seguramente se habrá deteriorado aún más luego de conocido el femicidio de María Belén Bernal, supuestamente perpetrado en el interior de la Escuela Superior de Policía, institución encargada de formar a los futuros oficiales de esa rama de la fuerza pública.

Hay que decirlo, el presidente Guillermo Lasso ha fracasado hasta ahora en la lucha contra la violencia e inseguridad. Apenas atina a dar palos de ciego con cansinas declaratorias de estados de excepción y nombrando, por una parte, a un abogado como secretario nacional de Seguridad Pública y del Estado, quien tiene la responsabilidad de elaborar las políticas y planificar integralmente el sistema, y, por otra, como ministro del Interior a un conocido servidor público mayormente vinculado con el tránsito para que reestructure a la Policía nacional.

En estas horas de confusión se requiere de la orientación y palabra sabia del estadista que sea capaz de entender que demoliendo un bien inmueble (que debería previamente seguir el procedimiento previsto en los arts. 153 y 154 del Reglamento de Administración y Control de Bienes del Sector Público) no se devuelve la credibilidad a un débil gobierno y a una institucionalidad que está en el ojo del huracán. (O)