Prometí en la entrega anterior terminar el cuento de Henry James, “La figura en la alfombra”, sobre el joven crítico anónimo que quiere resolver la clave de la obra de su autor admirado, Vereker, quien dice que ningún crítico ha acertado a descubrirla. Este tampoco la encontrará. Renuncia a seguir buscándola y supone que alguien del entorno la tiene. El relato se vuelve un desplazamiento cada vez más ajeno a la obra de Vereker donde la preocupación es sonsacarle ese misterio a un colega suyo (otro crítico), que dice haberla descubierto pero que muere, y luego a su viuda (una escritora), que dice saberlo y que luego de volverse a casar (con otro crítico) también muere. El joven crítico anónimo que narra la historia termina en la postura vergonzosa de acercarse al viudo de la escritora, que tampoco sabía nada al respecto. Lo inquietante es que aquello que parecía una anécdota simple sobre la reseña de un libro termina alargándose durante años en esa búsqueda desesperada por un misterio que parece una burla del escritor Vereker sobre los críticos. Como dependemos del punto de vista del narrador, intuimos que hay algo sospechoso. No es posible volcar una vida a resolver un misterio que quizá no exista. ¿O sí?

Al final, el cuento no nos da ninguna pista sobre el contenido de esa obra de Vereker, ni de ninguna otra de las suyas, no sabemos de qué tratan. Henry James escamotea hábilmente lo que habría provocado el centro de las discusiones, colocando al lector en la situación del joven crítico y enseñándole que también él debe fijarse en el entorno y los entretelones más que en una clave cifrada. La situación a la que nos aboca James me recuerda ese otro cuento de Balzac, “La obra maestra desconocida”. Se trata de un cuadro en el que trabaja durante años el famoso pintor Frenhofer y que se supone será su consagración artística. Cuando finalmente la ven dos jóvenes pintores la decepción es total: en medio de una saturación de manchas de un lienzo, asoma apenas la punta del pie de una mujer. James ni siquiera nos da eso sobre Vereker. Refleja, eso sí, el entorno de la vida literaria y editorial en la que parece contar más ese entorno que la obra en sí, o mejor dicho, unos bordes extensos alrededor de un gran vacío en el que, por más que uno se asome, solamente se ve ese vacío. Esto no quiere decir que las obras sean un vacío, o que las novelas, como diría Ambrose Bierce, son un cuento inflado. Las novelas tienen mucho por contar y recurren a miles de palabras y estilos para hacerlo. El problema es cuando la crítica se detiene en un único aspecto que eleva a una condición central, y procede a un vaciamiento del resto de sus posibilidades (en caso de tenerlas). Ese aspecto puede ni siquiera estar en la obra en sí, sino a su alrededor, en el autor, en el contexto, en la discusión del momento o en la que el crítico la inserta. Que no sepamos nada de las novelas de Vereker y que, sin embargo, el joven crítico anónimo arme una trama de años a su alrededor, es parte de la maestría de James para indicarnos que aunque parezca que leemos las obras lo que en realidad estamos leyendo es algo exterior a ellas. Esto quizá lo explica el fragmento de Roberto Bolaño en Los detectives salvajes, cuando describe en el capítulo 23 de su novela la desolación de la obra frente a la crítica: “Durante un tiempo la Crítica acompaña a la obra, luego la Crítica se desvanece y son los Lectores quienes la acompañan. El viaje puede ser largo o corto. Luego los lectores mueren uno por uno y la Obra sigue sola (…) Finalmente la Obra viaja irremediablemente sola en la Inmensidad”. No trascribo completo el párrafo porque me entristece siempre y me dan ganas de llorar.

Nunca sabremos nada de Vereker. Y esta es la tragedia que James hace inolvidable. ¿Qué sabemos del mismo Henry James? Leemos sus relatos cortos y los comentamos pero sus monstruosas novelas siguen flotando a solas. ¿Leeremos algún día Las alas de la paloma, La princesa Casamassima, La copa dorada? Se reeditan con frecuencia estas novelas, por lo que sin falta tienen sus lectores, esos lectores desconocidos por quienes todo el esfuerzo vale la pena, incluso soportar a la crítica ramplona o tergiversadora, incluso su ausencia. Esto le ocurre a cualquier autor que haya publicado sus libros veinte, cincuenta o cien años atrás. Vuelvo a Levinas: la crítica es la que tiene algo que decir cuando todo ha sido dicho.

Pero hay otra crítica, aquella que no tiene prisa, que es lenta y morosa, que se toma su tiempo, que a lo mejor no se preocupa por mostrarse en una reseña sino en otros formatos, más bien escorados o marginales, que pueden ser prólogos, ensayos, reflexiones en un diario personal ­­–que mayor elogio para La educación sentimental de Flaubert que Kafka confesándole en una carta a Felice Bauer que su sueño es leerla de corrido y en voz alta frente a un auditorio–, a veces conversaciones en un club de lectores o en ese espacio de diálogo casi secreto que es una clase de literatura. Todo ellos siembran lo que se volverá un horizonte en el futuro.

La inmediatez es un malentendido. Los flechazos a primera vista cultivan desencantos. Quizá por esto la mejor crítica llega después, siempre tarde, cuando aparentemente nadie la necesita, cuando nadie recuerda los tronos provisionales, y abre el rincón feliz donde ese libro demorado desparrama su luz luego de una paciente y soberbia espera. No solo el lector viaja con la obra. La obra misma debe abastecerse de su autenticidad para sobrevivir el largo viaje que la llevará a las orillas de la comprensión. Los lectores inteligentes del futuro estarán allá, esperándola. (O)