Viejo es el atropello a la dignidad humana, desde que un hombre era de propiedad de otro. Ni siquiera era considerado persona el esclavo: morían los negros en los barcos donde eran transportados desde África, se los marcaba con hierro candente, se los canjeaba con productos agrícolas y otros, se castraba y daba muerte a los cimarrones, eran piezas de ébano. En el feudalismo, el siervo permanecía atado a la tierra; en nuestro país, en la segunda mitad del siglo XX se seguían vendiendo por la prensa tierras con indios. Llegado el capitalismo, el obrero pasó a ser el nuevo esclavo, las mujeres y los niños fueron la mayoría de los trabajadores, en condiciones muy precarias. Debían vender su fuerza laboral para sobrevivir, las mujeres envenenaban a sus hijos, los pobres robaban alimentos, como Jean Val Jean en la novela Los miserables.

Y es que, como decía Dostoievski en Crimen y castigo: “En la pobreza uno conserva la nobleza de sus sentimientos innatos, en la indigencia nadie puede conservar nada noble”. Es lo que ocurrió en las cárceles de Guayaquil este año, donde murieron personas metidas en el crimen porque no tenían qué comer, ni sus familias, desempleados o subempleados. Robaron teléfonos celulares y fueron condenadas a prisión, preventiva o en sentencia. Otro reo cayó por violar el toque de queda. Y el hombre discapacitado, con cargo de haber ocasionado disturbios en las protestas de octubre de 2019.

Así, hombres que perdieron su condición humana dispararon por la espalda, machetearon, decapitaron, quemaron, colgaron a otros y muertos les sacaron los ojos. Los estupefacientes que venden trastornaron su corazón.

Pero también la perdieron los responsables de la pobreza y los funcionarios estatales. Los primeros maltratando al recurso laboral. Los otros, desde las más altas autoridades, permitiendo que haya armas en esos recintos, sin controlar su ingreso ni la tenencia interna, ni de uniformes de policías con los que algunos se disfrazaron para asesinar. Ello, asociado con la corrupción. Mezclando a los acusados o convictos de delitos menores con los más peligrosos, lo que revela que no les importa la suerte de aquellos, practicando una “limpieza” profundamente inhumana. Hacinándolos: 4.356 presos rebasan la capacidad de las cárceles de Guayaquil. Los jueces tienen su parte: ordenan excesivamente la prisión preventiva, a pesar de ser constitucionalmente una medida excepcional. Algunas de las víctimas habían cumplido la pena impuesta, pero no dispusieron su libertad o pospusieron una y otra vez las fechas del juzgamiento de otros.

Y entierran su condición humana los particulares que apoyan la “limpieza”, los que propician apretar el gatillo contra los sospechosos, que hacen detener por los gendarmes a quienes merodean por sus casas, que critican a los jueces que velan por los derechos de los acusados, que claman por castigos más duros, que realmente son ineficaces.

Propongo un minuto de silencio por los 430 muertos de violencia intracarcelaria desde el 2018. Y muchos minutos de acción por la rehabilitación de los reos y porque seamos más humanos. (O)