El intelectual Benedict Anderson definió a la nación como una comunidad política imaginada, es decir, entendida como una construcción social en la que sus miembros participan y se relacionan con elementos que les son vinculantes —una misma historia, cultura y objetivos similares—, que les permiten reconocerse entre sí y diferenciarse del resto, de los otros. De esa manera, verbigracia, no hay la necesidad de que los 18 millones de habitantes de este país debamos conocernos físicamente para mostrarnos como ecuatorianos, sino que imaginamos pertenecer a ese grupo en particular que se nutre de recursos comunes y simbólicos.

Y siendo la nación un proyecto social inacabado, en el que se verifican avances y retrocesos, más aún en una aldea global donde el concepto de lo local recibe permanentes presiones frente a tendencias homogeneizantes que resquebrajan aspectos identitarios, es fundamental trabajar en función de consolidar la unidad nacional, reduciendo las grandes desigualdades que son fuente de tensión y ponen en riesgo la cohesión social, pegamento esencial con el que se sella la vigencia de un Estado-nación moderno.

Debemos tener en cuenta que, en nuestro caso, los ecuatorianos, si bien en el papel nacimos con la Constitución de 1830, esta comunidad imaginada está muy lejos de haberse consolidado producto de diferencias históricas entre el poncho y la guayabera.

Hay que enfocarnos, eso sí, en combatir el centralismo y exigir la descentralización y desconcentración del Estado...

De ahí que preocupa que, justamente en este momento de crisis generalizada, cuando la institucionalidad del país está fijada apenas con saliva, se pretenda introducir el federalismo como una opción extrema para lidiar entre la acción de los poderes local y central, aglutinando —en una superficie tan pequeña— estados por aquí y por allá. Por lo mismo, no hay que tratar de inventar el agua tibia y, más bien, debemos profundizar en ideas-fuerza, como las del tratadista José Bolívar Castillo, en cuanto a estimular la regionalización horizontal del país y, con ello, “impulsar en cada unidad geoeconómica interdependiente el fomento intensivo de las actividades productivas con base en el aprovechamiento de los recursos naturales y ubicando en cada región, mediante decisión política, industrias básicas que generen un efecto económico multiplicador’.

Hay que enfocarnos, eso sí, en combatir el centralismo y exigir la descentralización y desconcentración del Estado, permitiendo que los Gobiernos locales, quienes están cerca de sus comunidades, sean quienes den respuestas oportunas y efectivas a las demandas sociales, propiciando la participación activa de la sociedad civil. Ya basta de que la burocracia capitalina siga jugando a ser dios, apoltronada en un escritorio y ajena a la realidad que viven las provincias.

El centralismo no da más, y requiere ser revisada la estructura administrativa en el propósito de cumplir con la norma suprema que define al Ecuador como un Estado unitario que se organiza como república y se gobierna en forma descentralizada.

Fue un dislate de Nebot, años atrás, haber recomendado a los indígenas que se queden en el páramo. Hoy se vuelve a cometer el mismo error al insinuar algo parecido, pero cubierto con un eufemismo: el federalismo. (O)