La democracia nació en el siglo VI a. C. en Atenas, concebida por Clístenes para debilitar el poder de la aristocracia frente al pueblo. Junto a este sistema, que evolucionó con tropiezos, apareció, de sus propias entrañas, su peor enemigo: la demagogia.

La democracia ateniense llegó a sobrevivir dos siglos y desapareció de la mano de los demagogos, instaurándose en el planeta monarcas, emperadores, tiranos, dictadores civiles y militares en el poder.

Fue en el siglo XVII en que la escuela de Salamanca y J. Locke concibieron el contrapeso del poder, la separación de poderes: el Ejecutivo, que ejerce facultades de dirigir las políticas de la nación; el Legislativo, que organiza; y el poder Judicial, que administra justicia. La democracia desplazaba el poder ciudadano por la estructura orgánica del Estado.

La discusión y acción es más profunda, no es vanidosa ni partidista ni demagoga; algo de fondo no está bien.

Fue en pleno siglo XX cuando el sistema democrático, empujado por las políticas de EE. UU., tomó fuerza y se volvió requisito para ser parte de las organizaciones mundiales nacidas de la posguerra. Los partidos políticos se organizaron alrededor de ella, trayendo consigo al enemigo mortal, aquel que plantea promesas a cambio de votos: la demagogia. Las ideologías se enfrentaron y pusieron a elegir a los ciudadanos entre capitalismo y comunismo.

El poder, que concede la democracia al pueblo, también pasó a manos de los partidos políticos, cuyos planes pocas veces recogen los sentimientos y necesidades de los ciudadanos. La búsqueda insaciable del poder hegemónico ha caracterizado a la evolución del sistema político en el planeta.

Hoy, a pocas décadas del Imperio de la Democracia, los ciudadanos del mundo claman atención y se levantan para hacer saber a los dirigentes su enorme descontento. Contemplamos un momento histórico en que la insatisfacción y la falta de representatividad desnuda a la democracia y muestra sus peores debilidades. El sistema político no resuelve los problemas comunes de la gente común; los ejecutivos y legisladores no representan sus anhelos; la justicia dejo de ser tal y, para ir más allá, la razón de ser del Estado, que según Hobbes es la de impedir que nos matemos unos a otros, también ha fracasado. El sistema parece desbordado e incapaz de solucionar los problemas de la población.

El fenómeno del reclamo es universal, desde Asia, pasando por Europa, hasta América. Las explosiones ciudadanas muestran que hace falta ajustar las reglas del sistema político, balancear la representatividad y tener claras las prioridades del pueblo, no las de los políticos, peor las de demagogos. La calle resquebrajó la jerarquía que sostiene el sistema de las sociedades civilizadas y anuncia la llegada de un nuevo orden. (O)

El sistema democrático y la división de poderes está en proceso de decadencia. La discusión y acción es más profunda, no es vanidosa ni partidista ni demagoga; algo de fondo no está bien. La brecha social es un agujero infernal: el pobre cada vez más pobre y el progreso de todos es un tema para luego. La calle habla y reclama. Hasta hoy parece que no hay oídos para escucharla.

Tal como lo resumió G. K. Chesterton: “Una sociedad

está en decadencia cuando el sentido común se vuelve poco común”. (O)