Los días miércoles eran días de ver televisión. La caja boba nos tenía alucinadas a mi hermana Pati y a mí. Hasta antes de ir a vivir en la capital nos habíamos criado sin televisión. Con cometas, rayuelas, sogas, muñecas, tienditas, hula-hulas, pata-patas, chuspillita, cargamontón, perros y venados, macateta, bolos, pelotas, adivinanzas, libros, cómics, peluches, cocinitas, marros, escondidas, y siembras y cosechas, pero sin televisión. Al llegar al nuevo colegio papá decidió que no compraría un televisor hasta no ver las libretas de calificación del primer trimestre, pero nosotras moríamos por ver Mi mujer es hechicera, Mis adorables sobrinos y Los Picapiedra. No sé cuándo los habremos visto por primera vez, pero soñábamos que llegara el miércoles para ir a la casa de la tía Gilda a ver televisión. Por disposición de mamá ese era el único día que teníamos permiso para ir a ver tele de seis a ocho de la noche. No se quedarán a merendar, no serán confianzudas, nos advertía, pero en más de una ocasión pecamos de conchudas y aceptamos la invitación a cenar en la casa de la tía. Luego de haber terminado el primer trimestre con calificaciones excelentes, ¡papá compró la Olympic de 19 pulgadas!

En Quito se sintonizaban dos canales, el Telecuador con programación variada, y el de la H.C.J.B. con ciertas series simpáticas y unos horrendos coros que cantaban la música religiosa de los Testigos de Jehová. Poco o nada recuerdo de los noticiarios, pero sí me acuerdo del programa de historia del doctor Ricardo Descalzi y de los comentarios políticos y culturales de Pancho Darquea. A las cinco de la tarde empezaba la programación y a las nueve de la noche se cerraba la señal. Vivíamos el quinto velasquismo y la libertad de expresión era escasa o nula; sin embargo, el Indio Mariano y don Evaristo Corral y Chancleta se daban modos para mofarse de la política.

El mundo no estaba en la pantalla, estaba en la calle, en el jardín, en la iglesia, en la heladería… Los políticos eran unos señores que siempre hablaban a gritos, tal vez creían que todos éramos sordos. Y sí nos enterábamos de huelgas y paros y revueltas. La clausura de la Universidad Central era una barbaridad, decía papá, pero en general los niños no estábamos al tanto de ese mundo tan feo, inescrupuloso y desagradable que protagonizaban los diputados, los ministros, los militares. En todo caso, estas conversaciones eran de adultos y si nosotros entrábamos ellos bajaban la voz.

Todo ha cambiado. Los niños de ahora tienen en las pantallas su niñera, su compañera de juegos, su vida. Y lo malo no está en la pantalla como tal, porque a estas alturas del partido y luego de dos años de asistir a clase en una pantalla, no se les puede quitar; lo malo son los contenidos. Lo terrible es la pobreza y la mediocridad de la programación en general y de los noticiarios en particular. Nadie baja el volumen cuando ve noticias, nadie baja la voz cuando habla de política, nadie se inmuta ante las imágenes.

Duele pensar que nuestros niños están creciendo entre palabras feas, entre imágenes bobas, entre saltos y brincos, entre miedo y dolor. (O)