El embajador de los Estados Unidos anunció días atrás que a varios jueces ecuatorianos se les habían cancelado sus visas para ingresar a ese país por razones de corrupción. (Ya no podrán, al parecer, visitar al pato Donald en Disneyworld ni ir de compras a Miami). La reacción a semejante anuncio no se hizo esperar. Varias voces desde la sociedad civil coincidieron en que resulta increíble haber tenido que llegar a tal punto, que sea un embajador extranjero el que nos recuerde que tenemos un serio problema en la administración de justicia. Aunque el problema de la corrupción judicial no es una novedad en nuestro país, la decisión del Gobierno estadounidense ciertamente no deja de golpear la conciencia nacional, o al menos de aquellos que tienen interés en ver a nuestro país como una nación más próspera, justa y eficiente. La corrupción, y en especial la corrupción judicial, es probablemente uno de los obstáculos más grandes que impiden a las sociedades alcanzar niveles razonables de distribución de la riqueza, innovación y competitividad. No es una coincidencia que las naciones con menos corrupción judicial en el mundo son aquellas donde hay menos brechas sociales. En su magistral estudio sobre el capitalismo contemporáneo, Branko Mianovic demuestra y explica las razones por las que un sistema de justicia transparente es uno de los principales si no el principal factor ecualizador económico.

Podemos tener los mejores planes gubernamentales y exhibir las mejores cifras macroeconómicas, podemos tener al presidente de la república más comprometido con cambiar el país, a la mejor ministra fiscal general y al mejor presidente de la Comisión de Fiscalización –todo lo cual no deja de ser importante–, que sin un sistema judicial profesional, independiente y transparente, todos los logros que se pueden obtener con la implementación de tales planes y buenas intenciones, todos esos resultados, terminan desplomándose en el mediano plazo, si no antes, si no existe un sistema judicial confiable por el profesionalismo de sus jueces, por la honestidad de sus magistrados y por el prestigio de sus instituciones. Lograr ese objetivo no es fácil. El peso de los intereses sobre la justicia es enorme. A las élites políticas y económicas del país, salvo contadas excepciones, no les ha interesado nunca tener un poder judicial independiente y libre de corrupción. Y es que buena parte de las fortunas de mucha gente se ha construido con base en la corrupción judicial, así como buena parte del poder de muchos movimientos, partidos y líderes políticos se ha forjado gracias a su control sobre el Poder Judicial. Con la justicia bajo su poder han podido perseguir a los adversarios, acallar a la oposición, hacerse ricos de la noche a la mañana, incumplir contratos, succionarle millones de dólares a la banca pública, gracias a supuestas acciones y medidas cautelares constitucionales, tal como lo ha documentado León Roldós, y, en definitiva, burlarse de la ley; pero sobre todo saben que nada les pasará, que los buenos elementos de la judicatura –que sí los hay– mirarán a otro lado, y que a la larga la sociedad terminará resignándose.

Algunos jueces no podrán ir a Disneyworld. Pero la pregunta que importa es ¿cuándo los ecuatorianos podremos confiar en la justicia?, ¿cuándo? (O)