Toda gota de lluvia que cae sobre un jardín es transparente. El agua de la lluvia también es para las plantas un sinónimo de vida, de permanencia en el tiempo, de existencia física. Resulta curioso que esa energía vital, tan poderosa, sea traslúcida. Quizá por eso la lluvia, tenue o violenta, efímera o constante, es una descarga energética, un lavado espiritual, una limpia. La poeta Camila Peña (Cuenca, 1995), en su Jardín trasparente (Valparaíso Ediciones, 2021), libro galardonado con el II Premio Hispanoamericano de Poesía Francisco Ruiz Udiel, se aproxima a ese suceso inmenso de la naturaleza, quizá porque sabe que todo cuerpo, como medio y fin de su propio espíritu, desea ser parte de un jardín.

El libro de Camila Peña es, además de poemario, una obra teatral; y tiene que ver con el teatro de lo efímero inabarcable, de los sucesos que muy vagamente se pueden concebir con el lenguaje, y que requieren de la concurrencia de varios sentidos del cuerpo, y de su memoria, para ser, más que entendidos, sentidos. Por eso, al percibir estos versos, con la contundencia de una transparente gota de lluvia que reposa sobre los pétalos de una planta, ha sido inevitable para mí pensar en Stanislavski y la memoria sensitiva, que es definitivamente afectiva: “La hoja es el silencio que precede a la palabra”.

En el fondo, esta obra, de teatro o poesía, es una oración al cuerpo y a su necesidad vegetal de tierra y agua: “La poesía me encuentra arañando la tierra”. Camila Peña, quizá porque es bailarina y ha practicado el ballet clásico, entiende que tanto los cuerpos como la Tierra, en el trayecto sobre su órbita, y la misma lluvia que cae sobre las regiones geográficas, tienen un ritmo sincronizado: “Este cuerpo cercano a la rosa,/ cercano a la sangre/ no habla por mí/ pero está de pie.”

El regreso al jardín, de modo inevitable, es un regreso a las primeras imágenes: por eso la poesía cumple ciclos. “Un lenguaje anterior/ el de los primeros gestos, dice que/ las manos aprenden a romper los tallos.” Quizá, encerrados entre paredes de aire, no somos capaces de ver que no son sólo los jardines los que cambian, sino nosotros, que crecemos, envejecemos y morimos, también vegetales. Y la lluvia roja, que vemos en caída libre sobre el mundo, nuestro mundo exterior o interior, es sólo el filtro que le damos desde nuestros ojos al fenómeno atmosférico: ese vapor condensado que se vuelve una gota de agua, transformada ya en vida, y que firme se desploma sobre la faz de la Tierra y la epidermis de las plantas y los cuerpos. “Si mi cuerpo se disuelve,/ si se escurre como un puñado de algo entre las manos./ La noche seguirá afilada y debajo no encontraré ni rastro/ de una raíz./ Estos,/ los mismos ojos que te miraron/ serán una forma desdibujada de la tierra.”

Los poemas de Camila Peña, son, en esencia, una experiencia corpórea, física, orgánica. Sus versos nacen de una escritura tan traslúcida como las gotas de agua que puedo imaginar precipitándose sobre un jardín. Es una escritura de condensación lenta, de contemplación de los astros, de “tiempo líquido”. No descree del imaginario mitológico que, por medio de los árboles, las plantas y las montañas, configuraron las creencias de las civilizaciones, las miradas terrenas sobre los asuntos etéreos, y la posibilidad de vivir el día a día, como cuerpos, como respiraciones, como voces que buscan cierta luz. Esta poesía no deja de inhalar el aire, los olores, la niebla. Dice Camila Peña: “Mi cuerpo se declara en derrota./ Esa es mi manera de rezar.” Y a su rezo, que resulta tan antiguo y tan liviano, por fortuna nos ha convocado a todos. (O)