Señora Moniquita, el jueves no voy a venir, me dijo la Susi. —¿Y eso?, le respondí alzando las cejas en señal de “no me haga esto, usted sabe lo inútil y desordenada y caótica que soy.

Es la firma del terreno de mi Alicia, ¿se acuerda que le dije que era este mes? Usted mismo me prestó la plata. Y claro, era un día muy importante para su hija y lo correcto era que ella la acompañara.

Muchas veces fuimos a dejar a la Susi, o Susanita Clotilde Chirusi, como la habían bautizado mis hijas, en honor a Susanita, el personaje de Mafalda, la tira cómica argentina. Ella vivía en la parte alta del barrio Belisario Quevedo, arriba, arriba de la avenida América, poco antes de cruzar la Occidental. Su hija había conseguido un terreno al otro lado de la Occidental.

El viernes llegó feliz, me contó que todo había sido muy emocionante y que habían comido y bailado en el festejo. Me extrañó la historia, cierto es que yo no tenía ni casa propia, pero había trabajado en algunas notarías en mi época de estudiante de Derecho. ¿Ahora los notarios invitarán a los comparecientes a festejar la firma de una escritura pública? Con lo que cobran sería lo mínimo, pensé y le pedí a Susi que me contara todo.

Fue lindísimo, insistió y empezó la historia.

Temprano en la mañana esperaban los “vendedores” a los compradores en la lotización cuyos terrenos iban a entregar. Para acceder al sitio debían presentar todos sus recibos de pago, si faltaba uno perdían el derecho a recibir el terreno. Una vez comprobado el pago, a cada adquirente le entregaban una pequeña bandera de algún color vivo, atada a un largo palo, una especie de lanza. De un lado al otro de la lotización habían colocado una cinta ancha, los mojones que marcaban los límites de cada terreno también eran de colores.

Una banda de pueblo tocaba para animar la fiesta y cuando todos estaban listos, hacían un redoble de tambores para darle solemnidad al acto, a renglón seguido uno de los “vendedores”, trajeado con terno y corbata, cortaba la cinta mientras el otro disparaba un tiro al aire. Esa era la señal para que los compradores, bandera en mano e ilusión en el alma, corrieran para tomar posesión del terreno que más les gustaba, o del que buenamente podían. Le oía y mis ojos incrédulos se abrían cada vez más.

Debían clavar la bandera/lanza para “legalizar y legitimar” la posesión del lote que habían pagado. Luego empezó el suculento almuerzo y el baile, pero antes la entrega del “título de propiedad”. En cartulina brillante, con filos dorados y letra ampulosa unos inescrupulosos traficantes de tierras jugaban con la ingenuidad y buena fe de la gente. Eran fines de los años 80.

Perdí mi tiempo y me angustié en vano intentando explicar a mi empleada que esa hermosa ceremonia y el elegante certificado no servían de nada, que sin una escritura pública firmada ante notario, su Alicia no era dueña de nada. Ahora eran sus ojos los incrédulos.

Susi trabajó con nosotros hasta 1996, tuve contacto con ella hasta su muerte. Hoy no sé si una de las víctimas del río de lodo que asoló Quito fue su Alicia. Solo sé que la indignación me ha llenado de ira y lodo. (O)