Las redes sociales esta semana han insistido en recordarnos el Día del Niño y sus significados, en el habitual contraste de realidades: por una parte, se nos avisa del inveterado problema de desnutrición de los infantes depauperados de nuestro país, como problema que requiere urgente intervención del flamante gobierno. Por otro lado, lo más fácil es rendirse al carácter celebratorio para ‘enfiestar’ a los niños de la casa. En una dimensión más lírica, se habla del niño interior que todos tenemos.

Cabe pensar en cuánto se ha cambiado en el lapso de un par de siglos en la comprensión de la infancia. De no ser tomada en cuenta más que como edad pretrabajo o preguerra –las mujeres siempre contaron menos– pasó a ser cabalmente entendida como la etapa en la cual se ‘cuece’ la personalidad humana. El poeta alemán Rilke con aquello de que “la infancia es la patria del hombre” dio un campanazo a velar por unos años que tienen unas características únicas que llaman a construcción, educación, formación, porque de ella se yergue todo lo que somos.

Cada uno puede valorar qué clase de infancia tuvo a base de recuerdos porque he allí una paradoja: esa edad se vive más para recordarla que para apreciarla directamente porque la conciencia está formándose, y el tal ‘sentido de la razón’ llega luego de que hemos sido pajarillos de inmediatez entre curiosidades y juegos.

Eso sí aprehendiendo como esponjas, hacia adentro, las savias de la vida. Y cuando las experiencias han sido malas y los desafectos han lastimado, la sanidad mental recomendó olvidar, cerrar heridas que los mayores nos hicieron.

Isabel Allende negó con rotundidad que la infancia feliz sea cierta. Si tenemos suerte nacemos en un hogar acogedor, con padres atentos y cariñosos, responsables de que sus actos de amor –o simple sexualidad– engendran vidas. Esas vidas pueden recibirse como un don de Dios para los creyentes, o como meros accidentes biológicos con los que hay que cargar, simplemente porque así son las cosas de la naturaleza. Cuando los hijos son el resultado de una sexualidad impuesta sobre el cuerpo de la mujer y que puede provenir del mismo cónyuge o del delincuente que asalta o del pariente que abusa, el engendramiento es una función corporal a contravía de las decisiones y afectos de una mujer. Demasiadas películas han mostrado que el bebé en el primer abrazo conquista a su madre. Eso es lo que quiere creer el lado tradicional de la sociedad.

Una infancia que empieza así, sin el acogimiento inicial, sin los infinitos detalles del auténtico maternar que tienen que provenir de padre y madre, no puede ser feliz. Y si no hay atención, juego, habla directa al niño, relato fantasioso poblado de seres imaginarios acompañantes, orden y atinada disciplina que ponga límites entre lo que se quiere y lo que se debe, los pasos tempranos serán zigzagueantes o torcidos. Todos percibimos que nuestros padres se equivocaron alguna vez en tal o cual rasgo, conducta o valor que nos impusieron. La autoridad paterna al principio es total, luego, con fortuna, deliberante, hasta dialogante. Pero el sufrimiento infantil no nos lo ahorra nadie. Existe. Tiene puesto, lastimosamente, más de lo deseable. Los niños abandonados, maltratados, abusados son una realidad innegable, para vergüenza de una comunidad. (O)