Que el Gobierno nacional carece de una estrategia de comunicación es una afirmación que se repite prácticamente desde que se inició su mandato. Los ejemplos sobran, comenzando por la escasa o nula importancia que dio a la exitosa campaña de vacunación. Cualquier otro Gobierno habría armado una gran operación de difusión para lograr que se la reconozca como un hecho extraordinario. Pero este no lo hizo y los resultados –obtenidos en un tiempo récord, que le situaron al país en los primeros lugares del continente en la lucha contra el virus– quedaron en la memoria colectiva como un hecho de la cotidianidad.

En el mismo tema de la pandemia, el anuncio sorpresivo de la eliminación del uso obligatorio de la mascarilla fue opacado por la rabieta en contra de Fidel Egas. Lo que pudo haber sido un soplo de aire fresco para una población abrumada, que ansía volver a la normalidad, se diluyó en lo que se interpretó como una pelea entre banqueros. Para no abundar en ejemplos, basta recordar que, hace pocos días, el presidente se encargó de relegar a segundo o tercer plano su plan de seguridad al aludir burdamente a “los huevos” como origen y guía de las decisiones políticas.

Ante las críticas, el Gobierno se defiende asegurando que una buena política se comunica por sí sola y que no es necesaria una estrategia en ese aspecto. Los más críticos destruyen ese argumento cuando aseguran que el problema no está en la comunicación, mucho menos en la estrategia. Afirman que es desconocimiento del manejo político. Para validar esto señalan la contradicción entre dos declaraciones recientes del presidente. En la primera dijo que el decreto para aplicar la muerte cruzada está sobre su escritorio y que para firmarla solo necesitaría unos pocos minutos. En la segunda, hecha apenas cuatro días después, sostuvo que la muerte cruzada no es conveniente porque sería un frenazo para la economía. Problema de comunicación o no, lo cierto es que de esa manera anuló –o por lo menos desacreditó significativamente– al recurso más poderoso y eficiente del que dispone para colocarse en situación de ventaja en la relación con la Asamblea.

Más allá de las disquisiciones sobre esa contradicción entre política y comunicación y de señalar una y otra vez que son complementarias, cabe considerar la realidad en que vivimos. En pocos años se va a cumplir un siglo desde que aquí se instauró la política de masas, en la que la palabra venida desde arriba ocupaba el punto central. Con el andar del tiempo se demostró que no importaba que esa palabra se refiriera a asuntos lejanos a las necesidades de las personas, si el objetivo era dar significación política a la gente que escuchaba. Quienes le sucedieron, sin importar que se situaran en la derecha o en la izquierda, aplicaron la receta y con ello fueron creando una cultura política que se alimentaba básicamente por los oídos y que muy poco se expresaba por la boca de los receptores. Esa conducta perdura y se ha acentuado aún más por los efectos de la pandemia. La eclosión de las penurias y de las necesidades exige palabras claras y formuladas oportunamente. En otros términos, requiere política, no huevos ni incomunicación. (O)