La calle de mi casa lleva uno de esos nombres que mantienen vivo un pasado que ya solo existe en las palabras. Ha desaparecido hasta el último rastro de los rieles que alguna vez se extendieron ante la fila de edificios decimonónicos donde habito, melancólica. Cuando dejaron de rodar los vagones cargados de escombros de guerra, y más tarde de materias primas y productos industriales, descendió sobre las vías el silencio. Y al silencio siguió el óxido: el color con el que pinta el tiempo las cosas abandonadas. Sobre esos caminos herrumbrados, un día se construyeron edificios extraños: por dentro diseñados para aglomerar soledades (decenas de apartamentos de una sola habitación) y por fuera pintados de colorinches: rojo, verde, salmón, celeste, amarillo, así se ven los altos muros que hoy ocupan toda la cuadra de la “calle de las vías férreas”. El último suspiro de este pasado sobrevivió hasta hace poco, en un par de metros de rieles que reacios a doblegarse ante el látigo del tiempo se estiraban como salidos de la nada en media calle. No se sabía ya de dónde venían ni a dónde iban, extendidos sobre el asfalto por donde circulaban carros y bicicletas que les pasaban por encima preguntándose quizá la razón de su inexplicable presencia. En días de lluvia y heladas, esas tiras de metal oxidado se convertían en trampas mortales, porque el metal y cierto tipo de piedra se vuelven extremadamente resbalosos al cubrirse de agua o hielo (esto lo aprendí demasiado tarde, ya besando, entre lágrimas y sangre, el suelo, con la bicicleta abrazada a la pierna). Hasta que una mañana cualquiera aparecieron máquinas y hombres que en un par de horas se deshicieron de la presencia del último indicio para comprender el nombre de mi calle, escrito ya para siempre en cada esquina, inscrito en letras blancas sobre fondo azul.

Amo las historias que laten en las calles de las ciudades, me fascina cómo se van transformando y deformando hasta adquirir las formas más extravagantes y unir los extremos más dispares. Como ese mall de vidrio y acero que ocupa el lugar donde un día estuviera la casa natal de Richard Wagner, o esa carnicería con bellísimas paredes de azulejos históricos que es hoy un salón de belleza donde solo se utilizan cosméticos veganos. Y es que las ciudades nunca paran, corren enloquecidas al ritmo de la historia. Una historia a veces trágica, donde nuevas cosas germinan del polvo; otras veces lenta e incierta, como estos tiempos pandémicos tan morosos, de depresiones e ilusiones diluidas. Pero creo, me obligo a creer, que incluso a esto sobrevivirán las ciudades, que hasta al ritmo incierto y siniestro de hoy aprenderán a bailar. Creaciones humanas, nuestras torres de Babel, las ciudades que crecieron de espaldas a la naturaleza parecen despertar hoy sedientas de ella. ¿Inventaremos espacios nuevos que inviten árboles, abejas y pájaros, que eviten el ruido y la peste de los carros? ¿Desaparecerán, anacrónicas, bajo nuevas quimeras, las avenidas ahogadas en tráfico? Si algo nos ha enseñado esta pandemia es que nadie sabe lo que nos depara el futuro. Y si no lo sabemos, pues por qué no imaginarlo mejor. (O)