Pese a todo, pese a la pandemia y a la política, mantengo la ilusión de que el pedazo de tierra en que nacimos, convertido en escenario de dramas y malas noticias, y ahogado como está en maniobras y en discursos, tiene remedio, porque hay gente empeñada en trabajar, soñar, educarse y educar.

El país no se agota en el noticiario. El país no es el que nos cuentan en la propaganda y relatan en las campañas.

Mantengo la ilusión tercamente, porque, de otro modo, me llevaría la corriente que propician los ideólogos de la fatiga y los teóricos de la decadencia, y me envenenaría la frustración, y de ese modo, quedaría sometido al destino que anuncian los profetas del desastre, los que insisten en nuestra vocación por la desventura, los que elaboran los perfiles de la tragedia nacional en la entrevista, la crónica, el cuento y las redes sociales. Los que maniobran desde sus intereses.

Mantengo la ilusión, porque renunciar a ella significaría abdicar de la responsabilidad de nuestra generación de dejar a los hijos y a los nietos un mundo razonable, con valores, en el cual sea posible vivir, trabajar honestamente, discrepar o coincidir. Un mundo que se articule en torno a la libertad, al sentido de solidaridad y la convicción de que las personas no deben agotar su vida en la desconfianza y el miedo, en las ansiedades y en la carrera hacia ninguna parte. Un mundo en que impere el sentido común.

Mantengo la ilusión cuando veo un cielo que afirma el verano desde su intensidad azul, y que la cordillera sigue allí, impertérrita, contemplando nuestros recelos y disputas. Mantengo la ilusión cuando advierto que aún es posible que germine la semilla, nazca el ternero y prospere el maizal; que aún hay árboles y que, pese a los incendios y a la destrucción, quedan mínimas porciones de bosque andino, y que, desde ellas, nace el reto de defender paisajes y costumbres.

Pese a todo, creo que es posible superar el pesimismo y encontrar pedazos de esperanza y gente decente, honorable y trabajadora, que aún practica el respeto al prójimo, que honra la ley, ejerce limpiamente su profesión y se atreve a decir la verdad; que todavía hay quienes entienden el país más allá de las tragedias y de los cálculos; que hay hombres y mujeres de bien que apuntan a un destino más noble que el que anuncia la última desvergüenza política.

“País” es palabra estropeada por la política, mediatizada por el discurso, enredada en la mediocridad. Es palabra devaluada, que ya no evoca, de verdad, nuestro espacio, nuestra historia, nuestros proyectos. Pero el país del que hablan los políticos de todos los pelajes no es el nuestro. Es el de ellos.

El país no se agota en el noticiario. El país no es el que nos cuentan en la propaganda y relatan en las campañas. No está en las cenizas que quedan. El país no se reduce a la ruina de las instituciones, ni al escándalo de la vida pública. El país no es la picardía, la incompetencia, la deslealtad y la tontería. El país está en cada uno de nosotros, en la familia y las ilusiones, que son el pan de cada día, como ese que ganamos con la honradez que tanto han estropeado.

Hay país más allá de la pandemia, más allá de la política. (O)