A inicios de los noventa, mientras deambulaba por el mundo de la música y de las bandas porteñas conocí a Julio César Jurado Costa.

Ñañón, como lo llamaban sus amigos, no era un tipo común. Eso lo notabas desde que le dabas la mano.

Con un look entre Michael McDonald (The Doobie Brothers) y Chewbacca (StarWars), no te dejaba la menor duda de que estabas frente a un personaje. Que cualquiera fuera su oficio, estabas frente a alguien especial, con agenda propia.

Fue así como lo conocí. Aún estaba fresca su inesperada salida del Grupo Clip que él había formado, justo en el momento en que se encumbraba hacia los más altos sitiales de popularidad y calidad musical. Hago énfasis en el momento de su salida, para remarcar quién era Ñañón, pues, a cualquier común mortal no se le ocurre bajarse del barco construido con sus manos, justo cuando entraba por la senda de la gloria.

Hay muchas versiones de esa salida, pero yo solo puedo dar testimonio de lo que me dijo a mí: que estaba profundamente enamorado de su esposa y debía dedicarse a su profesión, la arquitectura, para hacerse cargo de manera responsable de su hogar y del futuro de su familia.

Así llegó Ñañón como director musical de la banda que en ese tiempo teníamos.

Tuve la suerte de compartir con él por casi dos intensos años, de lunes a domingo, ensayo noche tras noche, 3 o 4 horas diarias, vuelta tras vuelta hasta que quedara perfecta.

Esa fue la primera gran lección que aprendí de él: que el trabajo no está terminado hasta que quede perfecto para ti.

Además de una voz privilegiada, con una textura única, y de sus dotes de interpretación musical que todo lo volvía fácil. lo mejor de Ñañón era su visión macromusical.

Antes de comenzar a trabajar una canción, ya tenía en la cabeza toda la canción arreglada al más mínimo detalle; el solo debe hacer esta melodía, con este pedal; acá metemos una síncopa; Pepe, aquí mete platillos, acá teclado con unas campanas, etcétera. Y la tenía tan clara que no aceptaba un sonido ‘parecido’ que el cansancio a veces nos tentaba a pasarle de ‘contrabando’. Lo detectaba de inmediato y volvíamos hasta que estaba lista. Hasta que sonaba tal cual estaba en su cabeza.

Sus composiciones no eran música común, o ‘chicha’ como él decía. Eran melodías diferentes, letras más complejas, acordes con variaciones específicas. Muy italiano, como él mismo decía, sacando mucho pecho de su ancestro Costa. Largas sesiones de música italiana me cambiaron para siempre el oído y la forma de apreciar la música.

La pasión por Emelec nos encontró en muchas celebraciones o decepciones en los años venideros; en el

Capwell o en la calle, siempre parábamos a ‘diagnosticar’ al equipo.

Una larga y dolorosa enfermedad finalmente lo doblegó, luego de batallar duramente, a lo Ñañón; pero su legado como referente musical de nuestra generación perdurará por siempre.

Qué satisfacción contar con un amigo como tú…

Descansa en paz. (O)