Hace poco, estaba con la idea fija de irme a almorzar a la playa con mis niñas, cuando les comenté mi plan, me cuestionaron “¿por qué quieres manejar dos horas de ida y dos más de regreso? ¿No te da pereza?”. Mi respuesta fue muy sencilla: para salir de la ciudad, no me da ni un poquito de flojera. Creo que el resultado de haber tenido una niñez y adolescencia viviendo tres meses al año cerca del mar generó una necesidad real por volver siempre a la playa. Puedo estar lejos, vivir en la ciudad y llevar una cotidianidad citadina, pero hay momentos en que siento el llamado y debo reencontrarme con la paz que solo encuentro frente a esa masa de agua ingobernable que rompe contra la arena.

Así que un sábado nos subimos en este paseo de mujeres, pusimos música y poco a poco nos fuimos alejando del mundanal ruido urbano con sus problemas y mi hastío, para disfrutar de una carretera donde descubrí pequeños puestos de comida a los que nunca he visitado. Les contaba a mis hijas que cuando era niña, mi papá siempre paraba en los pueblos para comprar galletas, chifles o alguna chuchería que mi mamá o nosotras nos antojáramos, pero yo no paro, prefiero abastecerme de algunas cosas antes de salir, para solo detenerme cuando he llegado a mi destino.

Es interesante que dependiendo de las canciones que vayan sonando, el ambiente va cambiando. Mis hijas se burlan un poco porque puedo ir de Fito Páez, pasar por Julio Iglesias y llegar a U2, sin ningún problema. Creo que me gusta manejar distancias largas porque es una oportunidad para vivir un concierto privado con mi música favorita. Mis chicas prefieren dormir parte del camino y está bien.

Cuando llegamos al lugar donde quería almorzar, estaba repleto de carros. Es un espacio lleno de pequeños locales frente al mar donde ofrecen una variedad infinita de preparaciones con mariscos, una más deliciosa que la otra y parecía que mucha gente había tenido la misma idea que nosotras, sin embargo, encontramos parqueo frente a nuestra hueca favorita. Nos bajamos del auto y elegimos una mesa que daba justo a la playa. Comí una cazuela con cebiche de pescado mientras miraba el mar. “Antes de irnos debo meter los pies en el agua”, les dije, es que parte del tema es el contacto real, no solo verlo, necesito sentirlo. Así que luego de comer, bajamos por unas pequeñas escaleras, nos subimos en las rocas que están distribuidas a lo largo de la playa, tomamos fotos y luego fui hasta donde rompen las olas. Sentir el agua lamiendo mis pies mientras los dedos se hunden en la arena me conecta, y empiezo a respirar con fuerza para que el aire salino llene mis pulmones y pueda recargar de energía mi corazón. Así que me quedo un tiempo así, sin moverme, extasiada con la inmensidad del mar y con la tranquilidad que me otorga estar ahí.

Finalmente, subimos, pagamos la cuenta y emprendimos el camino de regreso. Solo puedo decir que ser feliz es una bendición, pero estar consciente de los momentos en que lo somos, es el verdadero regalo de la vida y ese día junto con mis niñas lo fui. Como decía la madre Teresa de Calcuta, “La paz empieza con una sonrisa” y frente al mar, siempre hay una. (O)