En materia de periodismo-show pensé haberlo visto todo: la presentadora rusa que iba sacándose una pieza de ropa por cada noticia y disparaba la sintonía de quienes esperaban que los sucesos fuesen suficientes para llegar a un “final feliz”. O aquel reportero que se disfrazaba de fotógrafo para estar en la cancha y, terminado el partido, lograr la primera entrevista con el goleador y luego gritar su “exclusiva”.

Similar a aquel que, fingiendo ser médico, llegó hasta el acusado y logró una declaración que no era para ser publicada, sino para la historia clínica. O provocadores, como los que recorren juzgados y comisarías en búsqueda de “casos” y que cuando ven salir en paz a los protagonistas de un conflicto barrial, los incitan para que se vuelvan a pelear en la puerta misma de la oficina judicial, para grabarlos revolcándose en el piso. No me lo contaron, lo vi. Como vi también alguna vez a una reportera en alza de la televisión que, al llegar donde permanecía encadenado un bus cuyo irresponsable conductor había atropellado y matado a un transeúnte, arengó a los habitantes de la zona con el grito de “quémenlo” y logró el pantallazo que buscaba: ella delante del bus envuelto en llamas.

En el caso de fast journalism, los insultos y mofas logran captar la atención enseguida, para bien o para mal, sin tener que gastarse los seis meses o un año que lleva una investigación periodística...

Entonces la mala noticia para los cultores del nuevo periodismo-show es que no es tan nuevo, solo que ahora ha dejado en buena medida de ser callejero, de desarrollarse en el lugar de los hechos, y se ha vuelto distante, de estudio, de streaming desde un dormitorio, por la autopista fabulosa de las redes sociales. Y buena parte de la audacia de los casos descritos antes ha sido reemplazada por el insulto, la mofa, el descrédito, la injuria tan rechazados en tiempos recientes por los comunicadores. Ahí caben los coloquios con tragos y malas palabras, de pocos argumentos y muchas conjeturas, al igual que las entrevistas y análisis llenos de calificativos cargados de descrédito, justificados en una supuesta independencia política que les permite decir lo que quiere el pueblo escuchar, sin filtro y sin que necesariamente haya pruebas.

Creo que lo que vivimos es un capítulo más de lo que en el mundo se denomina el fast journalism, inspirado en el fast food, y con los mismos criterios: barato, que a muchos gusta, que llena y, sobre todo, que se consume rápidamente, sin la pausa para analizar sus componentes.

Es similar al fast track, o vía rápida de la que acusamos últimamente a quienes candidatizan personajes de la farándula, usualmente de televisión, y con lo cual se ahorran diez años de trabajo proselitista para hacer conocido al postulante y que tenga opción de triunfo. En el caso de fast journalism, los insultos y mofas logran captar la atención enseguida, para bien o para mal, sin tener que gastarse los seis meses o un año que lleva una investigación periodística o el tedioso (para muchos cultores del nuevo periodismo-show) circuito de recolección-verificación-confrontación de cada dato, sobre todo si implica la honra de alguien.

Es el signo de los tiempos digitales. El mejor momento de las comunicaciones, por el boom tecnológico, pero, paradójicamente, un momento complicado, de desconfianza, para la comunicación. (O)