Los Estados de América Latina, por la convulsa configuración política y social del continente, acuden con frecuencia a las situaciones de excepcionalidad que están previstas en las constituciones, en contextos legítimos y otros no tanto. El Ecuador no ha sido extraño a esa práctica, más bien, por las coyunturas de extrema complejidad que hemos vivido, como la propia pandemia, este comportamiento se ha acentuado. Vale la pena, sin embargo, detenernos en la excepcionalidad y su rol en un sistema democrático, porque bajo ningún concepto son cheques en blanco para los gobiernos. En ese sentido, resulta interesante rastrear los orígenes del estado de excepción.

La primera situación de excepcionalidad que ameritó un desarrollo legislativo, jurisprudencial y doctrinal, en el derecho público, fue la dictadura, que constituyó una institución política y jurídica fundamental para la república romana. Por propuesta del Senado, los cónsules (jefes de gobierno) podían designar a un dictador para las épocas de mayor convulsión: las guerras, las rebeliones internas y los eventos cívicos o religiosos organizados como respuesta a sucesos extraordinarios, como las pestes. La principal característica de esta magistratura republicana era su temporalidad: no podía sobrepasar los seis meses. Otra característica era que el dictador debía cumplir un mandato específico: vencer el peligro que amenazaba a la república, es decir, salvar a Roma.

La dictadura nacía de una declaratoria de emergencia e instituía un régimen de excepción, frente al cual los poderes públicos debían conducirse ágil y expeditamente, por un magistrado capaz de restablecer el régimen de derecho. Por lo general, se nombraba a un excónsul o un ciudadano de más alto prestigio cívico. El alto sentido ético de esa magistratura se resumía bien en el caso de Lucio Quincio Cincinato, un agricultor y patricio romano que asumió la dictadura en dos ocasiones. La más célebre fue la del año 458 a. C., cuando el ejército de los cónsules estaba sitiado por las fuerzas enemigas. El Senado acudió a Cincinato para rogarle que, frente a la emergencia, asumiera la dictadura. Se enteró de este pedido mientras araba la tierra en su terreno y cambió, en ese instante, las herramientas de labranza por las armas. Formó un ejército y derrotó al invasor. Dos semanas después, habiendo eliminado la amenaza contra la república, renunció a la dictadura y volvió a sus actividades agrícolas.

En honor a Cincinato, muchos siglos después, se nombró así a la ciudad estadounidense de Cincinnati, en el estado de Ohio. Quizá porque el primer presidente de ese país, George Washington, era un profundo admirador del político romano y se consideraba miembro de la sociedad de “cincinatos”: aquellos ciudadanos que privilegian su vida privada muy por encima de la pública pero que, dada la necesidad y urgencia, asumen un desafío público para cumplir una misión concreta y así contribuir a su sociedad, después de lo cual vuelven a su vida común y corriente. En nuestra historia, considero que el gran y olvidado cincinato que tuvimos fue Clemente Yerovi. En cualquier caso, algunos expertos sobre Washington atribuyen a esta admiración que profesaba por Cincinato su decisión de rechazar una coronación, una presidencia vitalicia y una tercera reelección. Luego de sus dos periodos presidenciales, y de haber fundado un imperio, prefirió volver a su granja esclavista y a una vida tranquila.

Lamentablemente, no todos los dictadores fueron como Cincinato y la institución de la dictadura, con el tiempo, se fue corrompiendo. No solo en Roma, la versión heredada en América Latina, con nuestros dictadores tan siniestros como payasos, está muy lejos de la magistratura que concibió el derecho público romano para salvar el régimen republicano y los derechos civiles en tiempos de crisis. Los últimos dictadores, Sila y Julio César, jamás respetaron las limitaciones ni propósitos que la institución debía encarnar: se perpetuaron en ese poder extraordinario, más allá de cualquier mandato, y establecieron gobiernos autocráticos. Tras el asesinato de César, Roma nunca volvió a ser república, y el poder se concentró, hasta el final de esa civilización, en una sola persona, el imperator. Así fue como un régimen excepcional se convirtió en pretexto para gobernar sin límites. (O)