Lugar común, pretexto, o inescapable realidad, la verdad es que “estamos ocupados”, no tenemos tiempo, pasan los días, concluyen las semanas y, de pronto, estamos al fin del año. Más aún, nos descubrimos en otro tiempo, en una sociedad distinta, con referentes que han cambiado. Los espejos revelan la carga de los días que se acumulan casi imperceptiblemente, que nos marcan en algunos casos y nos agobian, y en otros, nos entusiasman.
“Estamos ocupados” y, desde esa perspectiva, todo asunto que no tenga urgencia pierde importancia, desaparece y se pierde en el tumulto de los días. Así, la conversación de sobremesa agoniza entre las angustias de llegar a tiempo. Así, la lectura caduca, a menos que sea la utilitaria, la de informes, alegatos y noticias. Los tiempos libres se dedican a hacer compras, o se quedan prisioneros entre el tráfico, algún viaje inevitable, la esclavitud de los chats, la impertinencia de los telefonazos, el chismorreo y el noticiero que transmite la prisa de vivir, de escapar, y el agobio por entender por qué se caen las instituciones, por qué nos cuentan tantos cuentos, por qué se degradan velozmente los valores.
¿En verdad estamos tan ocupados? Se nos ha vendido la desesperación por el éxito, la plata fácil y la idea del ascenso vertiginoso. Y todo esto se lo ha hecho de tal modo que la vida se ha convertido en imparable competencia, en codazo al vecino y desprecio al otro, en cultura abreviada, en improvisación.
Se nos ha vendido la desesperación por el éxito, la plata fácil y la idea del ascenso vertiginoso.
Las redes sociales son el sumario de la saturación y la prisa, del juicio vertiginoso y la opinión improvisada y cargada de pasión. El celular es el referente que ha desplazado al libro, al periódico, a la columna, a la memoria. El problema, sin embargo, es que la cultura, la de verdad, es el resultado de un largo proceso de decantación, de reflexión, de espacios vacíos, de tranquilidades inviolables, de serenidades escondidas. Es todo lo contrario de la prisa. Las instituciones también responden a esas condiciones, y por eso no es asunto de dictar una ley mal hecha y “crearlas”. Las repúblicas inventadas al apuro, entre la ocupación de políticos y los intereses de generales y magnates, son eso, invenciones, artificios que no resisten ni al tiempo ni a los rigores de la historia.
“Estamos ocupados”, y entre tanto, el mundo y el país han cambiado hasta ser irreconocibles. Mientras tanto, somos otros. El vecino ya no es vecino, la ciudad ya no es ciudad, es tumulto. La seguridad es un concepto raro, un tópico vacío, un asunto solo de policías, jueces y abogados. Ya no es un patrimonio ciudadano.
¿Será posible pensar, con alguna serenidad, en esta agobiante y apurada realidad? ¿Será posible quitar el pie del acelerador, mirar en torno, replantearse la posibilidad de ver el paisaje y a la gente, de escuchar al otro, de atender y de entender?
Me pregunto todo esto porque parece necesario admitir que la prisa, la velocidad, la desatención no siempre son mérito. Que el “ejecutivo” no es modelo humano insustituible, y que junto con nosotros crecen otras posibilidades, más humanas y mejores. (O)