¡Miren, en el cielo! ¿Es un pájaro, un avión? ¿Un ángel, Dios? No, ¡es Superman! ¿Vendrá a rescatarnos, a defendernos de lo incontrolable, de esos villanos cuyos poderes nos exceden? ¿Nos protegerá del mal cuando no haya rezo que valga ni estrategia humana capaz de salvarnos? ¿Qué niño no sueña con tener superpoderes y convertirse en superhéroe? Ayer mismo corríamos con mi hija por la casa, ella con capa de flores, yo de civil cometiendo fechorías. Ella me atrapaba y la justicia retornaba al mundo. Así de fácil. ¿Qué adulto no ha soñado con ese golpe de gracia, ese milagro que nos saque de un problema sin solución, que nos salve al borde de la muerte, que sane este mundo damnificado? Los dramaturgos griegos resolvían conflictos imposibles mediante un artificio llamado deus ex machina. Fascinaban al público con la aparición de dioses o héroes que todo lo solucionaban sin reparar en la verosimilitud. También los fieles de diversas religiones se comunican (cada uno en su propio lenguaje) con sus respectivos dioses para pedirles intervención y protección ante calamidades y conflictos que los exceden.

Cada uno a nuestro modo deseamos creer en fuerzas del más allá capaces de resolver lo irresoluble y ampararnos a la hora de la más honda desesperación.

De visita en el Museo Judío de Cleveland, paseando entre la historia de este pueblo que ha sufrido colectivamente al tiempo que ha regalado a la humanidad tantas cosas brillantes y revolucionarias, me encontré maravillada ante una instalación donde sobre una frase de Einstein flotaba un Superman gigante. “La imaginación es más importante que el conocimiento. El conocimiento es limitado, la imaginación abarca el mundo”, afirmaba Einstein. Y fue justamente en la imaginación de dos chicos judíos residentes en Cleveland, Jerry Siegel y Joe Shuster, donde nació Superman, ese superhéroe de fama mundial e imperecedera.

Junio de 1938, en la portada de la revista Action Comics un hombre musculoso levanta un carro en brazos. Viste malla azul, calzoncillos (por encima), zapatos y capa roja. En el pecho, una S roja en fondo amarillo. S de Superman, de Siegel y Shuster también, quienes combinando sus pasiones por la ciencia ficción y la ilustración dieron a luz al hombre de acero. Nacido en un planeta ya desaparecido, enviado por su padre (científico) a la Tierra, al crecer decide usar su fuerza hercúlea para salvar a los más vulnerables; en sus primeras aventuras: a una mujer maltratada por su marido, a otra acusada injustamente de asesinato y a Luisa Lane, raptada por un gánster a quien rechazara en un club nocturno. Siegel y Shuster eran dos chicos tímidos, compañeros de colegio, que un día de 1933 (les tomó cinco años hallar un editor que aceptara publicarlos) crearon su propio superhéroe mientras en Alemania un megavillano ascendía al poder. Sus padres eran judíos europeos (de Lituania los Siegel, de Ucrania y Holanda los Shuster) que habían hallado refugio y nuevas oportunidades en los EE. UU. Quién como sus hijos para regalar al mundo ese héroe legendario y laico gracias a quien todos podemos jugar a la ilusión de la salvación, aun cuando todo parezca perdido. (O)